Hace una semana fui por primera vez, y por última, a una corrida de toros. Estábamos en Manizales durante la feria y dijimos que deberíamos tener el coraje de ir a una corrida y aguantar lo que dura el espectáculo. Nos consiguieron boletas y el deseo, formulado un poco en broma, se nos hizo realidad. Ya no podíamos decir que no. Mi amiga comenzó a llorar, pero no por una tristeza prematura, sino porque pensó que asistir a este ritual sería una experiencia difícil de entender. Por si fuera poco, mis dos amigos son veganos: ¿cómo seguir hablando de la compasión por los animales sin hacer nada ante la barbarie? Cuando comenzó la corrida, entendimos (o mejor, recordamos), ellos con mayor lucidez que yo, que una cosa no tiene que ver con la otra, que una corrida de toros es distinta a todo lo demás, a comer animales, a los mataderos de reses, a los galpones de gallinas.
No es que no tuviéramos claro que lo que sucede en una corrida es maltrato animal. Estábamos expectantes y llenos de emoción, llenos de curiosidad, estábamos sentados en las graderías de la plaza entre el bien y el mal, sufriendo y disfrutando un espectáculo que no podíamos justificar.
El inicio del espectáculo fue fácil: en las paredes de la plaza están pegados carteles contra la prohibición de las corridas, algunos asistentes levantan sus propios. El presidente de la plaza critica al Ministerio de Trabajo por no permitir que Marco Pérez, un torerito español de 15 años, participe de la corrida. Estas primeras imágenes me dieron una perspectiva política del asunto, un espacio en el que se tienen más certezas que preguntas. La plaza entera abucheó al gobierno y creí en ese momento que todo este ritual era aún más simplón de lo que imaginaba. Yo me sentí como un advenedizo que asiste al entierro de un desconocido, porque en el aire había el sentimiento de que esta podría ser la última temporada de toros en Manizales y en el país.
Pero empezó la corrida y los acontecimientos fueron tocando nuevas fibras: las provocaciones de los no toreros (jóvenes aprendices que espabilan al toro desde los burladeros), el ataque temerario de los banderilleros, la entrada de los picadores, hombres robustos que desde sus caballos entierran un punzón en el lomo del toro para bravearlo, casi siempre de manera torpe y errática, todo esto fue el preámbulo del ritual en el que se sufre y se goza. Luego comenzó la primera faena, que es el duelo entre el torero y el toro. Entendí a lo que se refería mi amiga cuando dijo que todo este espectáculo es sobre el amor, que la relación del toro y el torero es compleja y profunda: el torero busca seducir al toro, conectarlo con el espectáculo que juntos están ofreciendo, porque la naturaleza del toro no es violenta. Lo atrae con colores bonitos y palabras de afecto, le dice “torito, ven pa’ acá, vente, torito”. No le teme, pero sabe que es peligroso. Lo seduce y luego lo engaña, pone su cuerpo entero para lograrlo, se esfuerza en mentir. El toro es su rival, pero también su compañero; se enfrentan, pero también están danzando; son rivales, pero también son un equipo, así el toro no lo sepa.
Aprendí que un toro malo no es el toro débil, lento o pequeño, sino el toro distraído, el que no sucumbe a la seducción y no se deja engañar, y pensé que a veces los humanos dejamos pasar oportunidades cuando estamos distraídos, que a veces no fijamos la atención en lo que puede develarnos la belleza de la vida.
El torero construye una relación íntima con el toro y luego le clava una espada en el corazón. Mi amiga, que es tarotista y sabe pensar las imágenes, recordó que así se ilustra el corazón roto, sangrante y atravesado por una espada. Me costó trabajo seguir viendo la corrida luego de la primera faena cuando, muerto el toro, dos mulas arrastran su cadáver y queda sobre la arena la marca de su cuerpo, nada más queda en la plaza del toro valiente que murió frente a nosotros, mientras el torero recibe del público flores y pañuelos rojos. A partir del tercer toro, eran seis en total, comencé a fijarme más en la gente que en la arena. Todos los asistentes están bien vestidos. Algunas mujeres llevan faldas largas, candongas doradas y el pelo recogido hacia arriba, estilo palmera, como si fueran cantaoras de flamenco por las calles de Sevilla. Pensé en lo extraño que resulta que Manizales sea la ciudad que más reivindica el hispanismo, pues no fue una ciudad colonial y su relación con España se inició cuando nació la feria, hace más de medio siglo. Quizá es por eso, porque no tienen un pasado colonial, que los manizaleños se identifican con la gloria y no con el horror.
Con mis amigos acordamos que la quinta faena sería la última que veríamos porque no queríamos que la muerte nos siguiera sedando. Pero nos quedamos, y la mejor faena fue la última. El toro y el torero se entendieron a la perfección, hubo entre ellos dos un diálogo de armonía. El torero respetó al toro, sus movimientos e invitaciones al toro fueron respetuosas y precisas, y el toro estuvo completamente enfocado. Entendí que el deber del torero es dar lo mejor de sí para que el toro dé lo mejor de sí. La gente aplaudía y gritaba “Ole”. El torero pidió el cambio de espada y preparó la estocada apuntando al toro con los ojos entrecerrados, pero el público comenzó a agitar sus trapos y a gritar “indulto”.
El presidente de la plaza aprobó el indulto y la vida del toro fue perdonada. Pensé que el toro le había ganado al torero, pero cuando vi que el matador celebraba con tanta efusividad, comprendí que el torero no es solo un matador, también es un salvador. La faena, el baile entre ambos, es también –o puede llegar a ser– un acto de compasión. Pensé, entonces, que el propósito final del torero es salvar al toro de la muerte luego de una buena faena, que clavar una espada en su corazón puede ser evitado, y que me perdonen los taurófilos por esta cándida apreciación. Pero luego supe que el indulto es algo excepcional que rompe el resto de las reglas y que le da un giro inesperado a un ritual predecible e inmutable.
El indulto fue el único momento en el que pude ver la compasión de un público que en un principio parecía disfrutar el maltrato al toro. Fue también el instante en el que mis amigos y yo nos sentimos parte de la plaza: agitamos las prendas que teníamos a la mano, como el resto de la gente, pidiendo el perdón. El indulto fue una inyección de felicidad que me dio un poco de esperanza y me salvó de lo que era un inicio de año triste y turbulento.