Marta Orrantia
28 Septiembre 2024 03:09 am

Marta Orrantia

El nuevo dios

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La cultura es el dios de los ateos. Esa frase la escuché hace un tiempo en un podcast cultural y me quedó dando vueltas en la cabeza como una afirmación certera, si bien un poco críptica. Pero hace poco, mientras releía La hija del Caníbal, de Rosa Montero, para un club de lectura, la entendí mejor. 

Para comenzar, la religión da la ilusión de la eternidad, de un más allá que rompa las barreras del tiempo y nos perpetúe como individuos. La cultura hace lo mismo. Los artistas se vuelven inmortales, así su arte sea anónimo como las pinturas rupestres del homo sapiens o inmensamente conocido como los lienzos de Picasso. El artista consigue la vida eterna que se nos ha prometido, es inmortal a través de su creación. Pero aún más, ha conseguido vencer la muerte y, al hacerlo, se vuelve dios.

Como toda deidad, el artista tiene sus seguidores. Si nos gusta un pintor, vamos a los museos ―como quien va a un templo― a ver sus obras. O buscamos las novelas de nuestros escritores favoritos y, apenas las vemos en las estanterías nos apresuramos a comprarlas, buscando tal vez ese aliento de la palabra divina, la verdad, la revelación, el evangelio. 

Estos semidioses que son los artistas, además de darnos la esperanza de eternidad, son también creadores de mundos, que nos abren a la posibilidad de realidades espejo, donde aprendemos de nosotros mismos y a donde podemos huir, como alienándonos, cuando nuestra cotidianidad se vuelve insoportable. Nos ofrecen un edén en algunos casos, porque la estética de sus imágenes, la perfección en el manejo de sus palabras, la voluptuosidad de los sonidos que logran crear, nos envuelven en un mundo del que no queremos salir, un paraíso como la religión lo promete a quienes son fieles a sus preceptos. 

Incluso si las imágenes son inquietantes, si la música es disonante y si las narraciones de los artistas son apocalípticas, nos queda el consuelo de que no somos nosotros quienes estamos ahí, que no somos los protagonistas de esas historias terribles, que ese destino tremendo está reservado a otros, como lo está el infierno en el catolicismo, y esa tranquilidad nos permite adentrarnos con calma en sus obras y disfrutarlas como espectadores, como quien ve arder a los impíos en el Hades. 

Pero más allá de todo eso, la cultura es lo único que ofrece un momento de recogimiento, de contemplación, de silencio. Un momento en el que no suenan los teléfonos, no hay conversaciones banales, sino que estamos solos frente a la estética, que nos alimenta el alma y los sentidos y, en algunos casos, hasta nos cambia la vida, como una revelación divina. 

Quisiera entonces comenzar a explorar este olimpo, sus deidades, sus manifestaciones, sus seguidores, sus infiernos y sus paraísos. Porque no concibo algo más eterno ni una búsqueda más digna, que esta. Porque a través de los libros, del arte, de la música o del cine, e incluso a través de medios más nuevos como la tele o los podcasts, nos descubrimos como humanidad. Nos explicamos lo que ocurre, le damos forma a lo imposible, y nos volvemos, sobre todo, menos mortales. 

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