Velia Vidal
3 Agosto 2024 09:08 am

Velia Vidal

El origen de racismo

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Esta semana ha sido contra la boxeadora argelina Imane Khelif, contra la gimnasta estadounidense Simone Biles, días antes fue contra el futbolista brasileño Vinícius Júnior, el francés Kylian Mbappé, los colombianos Dávinson Sánchez o Jerry Mina (aún con su consentimiento). Semanas atrás y respondiendo ya a una especie de costumbre, contra la vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez. Por supuesto, a mí también me ha tocado en varias ocasiones. Vivimos un tiempo en el que los ataques racistas que siempre hemos vivido a diario, aparecen ahora con frecuencia en las redes sociales sin asomo de vergüenza, pero es también, quizá, el momento en el que más estamos hablando de esto y en el que muchas personas están dispuestas a cuestionar su propio racismo y sumarse a la causa antirracista. 

Para nosotras, las personas racializadas, esto es inevitablemente doloroso y agotador. Mucho más, cuando se trata de quienes hemos afinado el ojo para identificar las múltiples formas de los sesgos racistas. De todos modos, y aunque a veces me siento llena de odio, como en el caso de Khelif, donde además de racismo hay transfobia, misoginia y una insistente revictimización, no dejo de ver las bondades de que este tema ya no pase por alto, de que los racistas sean juzgados y puestos en evidencia porque, así sea por prudencia, muchos van a abstenerse de lanzar ciertas expresiones y ataques.

Seríamos ingenuos si creyéramos que estamos cerca de eliminar el racismo, las corrientes políticas de derecha, las élites blancas en el deporte, la literatura, la economía, la política, las artes y demás, están en pie de lucha, como dijo en una columna Pedro Adrián Zuluaga. No piensan abrir los espacios que históricamente han creído que no nos pertenecen, mientras preferirían negarnos la existencia. Cada lugar en un podio, cada libro publicado, cada cargo público o de elección popular, cada gerencia, cada papel protagónico que es ocupado por alguien racializado, es percibido como un robo o, en el mejor de los casos, como un favor condescendiente que, de todos modos, les está quitando un lugar a quienes siempre les ha pertenecido y, según sus premisas, deberían pertenecerles estos espacios. 

No la tenemos nada fácil como comunidad, ni quienes osamos llamarnos activistas de la causa antirracista. Uno de los puntos que se torna débil para nuestra causa, muy característico en las redes sociales, es la difusión de información imprecisa y superficial; así como las intervenciones cargadas de rabia e ironías. Como lo he escrito antes, la rabia y el dolor son legítimos, la expansión de la ideología racista no solo ha arrasado con muchas vidas, sino con nuestra autoestima, nuestras oportunidades laborales, económicas, educativas, ha convertido nuestra existencia en una constante lucha, en la obligación de explicarnos, justificarnos y ganarnos lo que, para otros, son nada más que sus derechos básicos. A pesar de esa legitimidad, tenemos que saber que hablar desde la rabia puede darnos un poco de descanso emocional, pero no necesariamente provoca reflexiones profundas. 
Nos enfrentamos entonces al reto de tramitar el dolor en espacios privados y preferiblemente especializados –cabe anotar que la mayoría de los nuestros tampoco tiene acceso a esto– y de formarnos con mucho rigor para abordar el tema públicamente con claridad y con propósitos claros, que redunden en la reivindicación de los derechos de nuestra gente, que es a fin de cuentas, lo que debe importarnos. 

En esa búsqueda constante de rigor me he encontrado con libros y autores muy esclarecedores, y hoy quiero citar uno específicamente y dejar aquí ciertos fragmentos que considero iluminadores para estos días donde algunos insisten en promover absurdos como la moral de la media, o se atreven a afirmar que el racismo no es una ideología y que tuvo sus orígenes en una lista enorme de momentos de la humanidad, sin presentar evidencia de ello. Estoy hablando del libro Hacia la solución final. Una historia del racismo europeo de George L. Mosse. Mi primera aproximación ha sido una edición especial denominada La Historia del racismo en Europa. Versión resumida y traducida del alemán, por José Jorge Gómez Izquierdo, para Cuadernos de estudio sobre el racismo.

“En los siglos XIX y XX el racismo absorbió e hizo suya toda corriente o idea importante. Ofreció una utopía: salvar al mundo, protegerlo de sus enemigos y preservarlo en su pureza. Gracias a esa capacidad de absorber y nutrirse de las fuentes más variadas, adquirió una apariencia científica, a la que agregó como sus componentes principales una idea puritana de la vida; la exitosa moral de la clase media; elementos de la religión cristiana; el ideal de belleza como símbolo de un mundo sano y mejor. Solo protegiendo la raza y derrotando a sus enemigos, la humanidad podría realizar los sublimes y augustos ideales de la libertad, la igualdad y la tolerancia. (…)

Todos los racistas sostienen un ideal de la belleza determinado por lo blanco y lo clásico; todos sostienen las virtudes más caras a la moral de la clase media: amor al trabajo, moderación, honor, decencia, buenas costumbres, y todas esas virtudes, creían los racistas, se mostraban o reflejaban en la apariencia externa de las personas. La mayoría de los racistas dotó a las razas inferiores (negros, judíos, marginales, homosexuales, criminales, débiles mentales, locos, comunistas) de varias señas de identidad como, por ejemplo, la falta de belleza. Las razas inferiores carecerían de cualquiera de esas virtudes glorificadas por la moral de la clase media, incluida la capacidad intelectual del pensamiento metafísico. (…)

El racismo facilita la vida, le asigna a cada quien un lugar fijo en este mundo (…) El vínculo entre el mundo existente y el mundo de las ideas racistas tenía que ser construido; el puente para crear tal vínculo, lo otorgó la sustitución de la realidad por los mitos, los estereotipos, las virtudes y defectos asignados. (…)

Dado la multiplicidad de ejemplos de persecuciones e intolerancias, y de actos de verdadera discriminación, resulta muy difícil decidir dónde comienza la historia del racismo europeo. El concepto ya fue usado desde el Renacimiento para describir un amplio espectro de significados que abarcaban atributos familiares, tanto como características de pueblos y animales. (…)
El racismo se enraíza en toda aquella corriente intelectual que en el siglo XVIII ha dejado sus huellas tanto en el occidente como en el centro de Europa y esas corrientes son: la Ilustración y el resurgimiento Pietista de la cristianidad. El racismo fue una concepción del mundo (Weltanschauung). (…) En ese sentido la historia debe considerar al siglo XVIII como la fecha de origen del racismo europeo, sin demérito de que se pueda demostrar la existencia de precursores y antecedentes en épocas más remotas. En el siglo XVIII se solidificaron los fundamentos del pensamiento racista y quedaron establecidos para su desarrollo en los siguientes siglos”.

Por supuesto, lo que sigue después y lo que vivimos en el presente tiene unos matices y unas particularidades en cada contexto, es distinto el racismo en Estados Unidos, en América Latina y, dentro de América Latina, en cada país. Pero lo sucedido en Europa nos permite ver con claridad el fondo conceptual de eso que vemos cada semana, comprender su enraizamiento y, de ahí, la dificultad de cambio. 

En todo caso, prefiero ser una obstinada que insiste en el tema y propone conversaciones así sean complejas, porque si no hubiera tenido ancestros obstinados, seguramente seguiríamos viviendo en la esclavización.
 

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