Una plegaria serena de un adicto en recuperación a otro que aún no se deja alcanzar. Para hablarle al alma de otro adicto, no alcanzan los caracteres de siempre.

Durante años me formaron —y también me entrené— para liderar.
A definir estrategias, inspirar, resolver conflictos, tomar decisiones difíciles, avanzar en medio del caos, e incluso sobrevivir la temporada del plan.
Pero nadie me enseñó a escuchar de verdad.
A obedecer sin anularme. A ceder sin sentirlo como derrota.
Nadie me mostró el valor de confiar, incluso cuando no todo estaba claro.
Y, sin embargo, el momento más importante de mi vida no fue con las riendas en la mano, sino cuando elegí soltarlas.
Soy un adicto en recuperación.
Cuando toqué fondo —el más largo, el más devastador—, acepté que necesitaba ayuda: me rendí.
Me dijeron: “Tiene que internarse. Y lo único que puede hacer es confiar”. Ya había probado fórmulas propias y ajenas durante mucho tiempo. Pero por primera vez, no cuestioné, no discutí. No racionalicé. Y me dejé llevar.
Irónicamente, mi especialidad profesional es el manejo de catástrofes: planes de crisis, protocolos de recuperación, contención de daños.
Siempre con estrategia, foco, y planes bien trazados.
Pero esta vez, no tenía plan.
El único KPI era vivir.
No podía negociar los términos de lo que venía. No estaba al mando.
Tuve que confiar. Dejarme guiar. Y ahí entendí algo brutal: tal vez nunca había liderado de verdad mi propia vida.
Y entendí algo más: que para poder liderar —a otros, a una empresa, a una causa— uno tiene que haber aprendido a liderarse primero. Y a seguir.
No a seguir por obediencia ciega, sino con conciencia.
Con humildad.
Con presencia.
En tiempos de líderes convertidos en marcas personales —influenciadores, gurús, CEOs que prometen fórmulas de éxito— hablar del valor de seguir puede parecer irrelevante.
Pero es todo lo contrario.
Seguir, desde la conciencia, la ética y la colaboración, es profundamente contracultural.
El followership —o como propongo llamarlo en español: seguidorazgo— es el arte olvidado de seguir bien.
Con juicio. Con presencia. Con conciencia.
Suena raro, lo sé. Pero tal vez ya es hora de nombrarlo… para dejar de ignorarlo.
No es lo opuesto al liderazgo: es su raíz más honesta. Su contraparte silenciada.
En un mundo marcado por la desconfianza, la egolatría y el agotamiento colectivo, recuperar el valor de seguir bien —con juicio, con propósito— es urgente.
Aunque casi nunca se le reconoce protagonismo, el rol de quien sigue ha sido estudiado a fondo.
Robert Kelley escribió hace más de tres décadas que los buenos seguidores no son pasivos ni sumisos, sino activos e independientes: piensan por sí mismos, apoyan con criterio y cuestionan con respeto.
Barbara Kellerman, desde Harvard, clasificó cinco tipos de seguidores —desde los apáticos hasta los ejemplares— y dejó algo claro: el liderazgo no existe sin el otro.
Y sin embargo, ¿cuántos líderes se han entrenado primero para seguir bien… antes de asumir el peso de liderar?
En la cultura del rendimiento, del carisma forzado y del liderazgo convertido en etiqueta personal, seguir aún se percibe como lo opuesto a avanzar.
Pero no lo es.
Seguir con juicio es un acto profundo de madurez.
Es lo que permite que los equipos se sostengan, que las ideas evolucionen, que los liderazgos no se derrumben desde adentro.
En lo personal y en lo profesional, he conocido seguidores más valientes que muchos jefes. Personas que acompañan sin obedecer ciegamente.
Que sostienen sin pedir medallas.
Que dicen “no” cuando hace falta, y “aquí estoy” cuando nadie más se queda.
Pienso en 2015, posiblemente el turnaround más demandante de mi vida.
Había presión. Miedo. Decisiones complejas.
Días que empezaban de noche y noches que no terminaban.
Y hubo un momento —uno cualquiera desde afuera— en que sentí que la esperanza se me empezaba a escurrir.
No lo dije. No lo mostré. Pero alguien lo vio.
Valeria, parte del equipo, me dejó una nota escrita a mano sobre la mesa.
Cerraba con una expresión brasileña: “Tamos juntos.”
Y eso me sostuvo.
No sabía cuánto necesitaba sentirme acompañado… hasta que leí esa frase.
A veces no es el gran gesto el que salva.
Es el coraje silencioso de quien se queda cuando podría irse.
De quien te recuerda que liderar no significa estar solo.
John F. Kennedy dijo alguna vez que el coraje de la vida cotidiana muchas veces pasa desapercibido: no está en los grandes discursos, sino en los actos discretos.
Yo agregaría: muchas veces ese coraje no lo tiene quien manda, sino quien sigue con dignidad.
Quien elige sostener… desde el lugar que no sale en la foto.
Los que de verdad sostienen los equipos no siempre tienen cargo. Ni micrófono.
Son quienes escuchan sin interrumpir.
Preguntan sin exhibir.
Contienen sin protagonismo.
Y aunque rara vez se les nombre en una evaluación de desempeño, son ellos quienes evitan que los liderazgos se quiebren.
En un mundo saturado de narrativas sobre “ser el número uno”, cuesta ver el valor de quienes se alinean sin perder autonomía.
De quienes aportan sin competir.
De quienes se quedan cuando el barco se sacude.
La cultura del “yo primero” ha olvidado algo esencial: ningún líder se construye solo ni lidera de manera real sin seguidores de verdad.
Y la fuerza real de un equipo no está en quien lo encabeza, sino en los vínculos de confianza que lo sostienen desde adentro.
Con demasiada frecuencia se olvida que las empresas no existen: existen las personas que las hacen posibles.
Y con el tiempo entendí que tan importante como saber liderar… es saber para quién se trabaja.
Porque el liderazgo también se padece.
Uno puede estar en la mejor compañía del mundo y aun así sentirse desesperado, si su jefe mina la confianza, la escucha o la humanidad.
Curiosamente, de quien más aprendí a liderar… fue de mi peor jefe.
Aprendí lo que no quiero repetir.
Lo que no quiero infligir.
Lo que no quiero ser.
Antes de liderar a otros, tengo que saber liderar mi propia vida.
Pero hay quienes, atrapados en la idea de que liderar es tener siempre la razón, convierten cada sugerencia en amenaza.
Líderes que no escuchan.
No confían.
No delegan.
Temen más al consejo que al error.
Confunden la crítica con traición, el disenso con sabotaje, y la ayuda con debilidad.
Desde su pedestal, prefieren rodearse de espejos, no de voces honestas.
Y así, en nombre de una visión que solo ellos comprenden, conducen al abismo… mientras repiten que todo va bien.
No aceptan ayuda porque creen no necesitarla.
No reconocen límites porque se sienten elegidos.
Pero ni el cargo más alto cura la soberbia.
Ni legitima la soledad como método.
Los hemos visto: en la plaza vacía, en el edificio blindado, en la oficina sellada desde donde solo se oye su voz.
En los discursos que incendian… y en los trinos que despiertan antes que el sol.
Y aun así —quizá especialmente por eso— uno desearía que quien está atrapado en la adicción, y nos arrastra a su infierno, pudiera pedir ayuda.
Yo ya estuve en ese infierno.
No quiero volver.
No quiero que nos arrastren.
Quisiera que se dejaran alcanzar.
Que entendieran que la humildad no resta: revela lo que somos.
Porque todos —incluso los que gobiernan— alguna vez necesitan a alguien que les diga:
“No está solo. Lo veo. Lo apoyo.
Pida ayuda.
No más dolor.
No más soledad disfrazada de fortaleza.
Por favor: hay manos honestas que le tienden para ayudarlo.
Como colombiano humano, no como cargo.
Por usted. Por todos.”
Yo pedí ayuda. Reconocí que no podía solo.
Aprendí a liderar mi vida. Y trabajo —todavía de forma bastante incipiente— en ser mi mejor versión, todos los días.
Aprendí a seguir cuando más perdido estaba.
A seguir con humildad, con atención, con respeto.
Y desde entonces, elijo hacerlo con orgullo.
Elijo seguir a quienes lideran con integridad.
A quienes no temen rodearse de voces distintas.
A quienes no confunden autoridad con ruido, ni poder con miedo.
Y elijo también liderar desde el vínculo.
Desde la conciencia de que nadie lidera de verdad… si nunca ha sabido seguir.
Sigo, siempre, un paso a la vez.
Solo por hoy.
