Juan David Correa
12 Junio 2025 03:06 am

Juan David Correa

El país de Sí

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No, no podemos insistir en discursos que pueden ser rebatidos por su propia lógica destructiva: “Esta semana Colombia volvió a 1989”. No, no hemos vuelto a ninguna fecha parecida a hace cuatro, nueve, veintitrés o treinta y cinco años. No, no es la misma sociedad, ni son las mismas herramientas institucionales las que tenemos para proteger a las víctimas, darles agencia a sus causas, buscar personas desaparecidas. No, no es el mismo país tras haber firmado un acuerdo de paz, y a partir de él haber creado una red institucional como la JEP, la Comisión de la Verdad, el Centro Nacional de Memoria Histórica, el Fondo Colombia en Paz o la Unidad para las Víctimas, entre otras, imperfecto, como todo en la vida, pero que ha hecho mucho por reconocer que hemos tardado como sociedad en atender una violencia a la cual no estamos conectados. No, no tenemos un Gobierno que persigue sistemáticamente opositores, que recoge muchachos inocentes en las calles para asesinarlos. No, no somos el país que votó NO a la paz. No, no hay cómo pensar que las palabras desenfrenadas, las discusiones acaloradas, los intercambios procaces, conducen necesariamente a las acciones violentas. No, el país no es una entidad homogénea de gente malvada y asesina. No, no es cierto que este Gobierno haya producido esta desigualdad, esta injusticia social, esta falta de agua, esta racialización, esta exclusión en órdenes económicos y sociales que es incontestable. No, no podemos pensar que regresamos treinta y seis años atrás cuando fueron asesinados tres candidatos presidenciales. No, no es verdad que la causa de este momento sean las palabras y los epítetos desbordados de un presidente que lanza el desafío a los empresarios y al establecimiento, pero que cuando intenta, a su manera, enviar una invitación, reciba como respuesta un NO, “esas NO son formas de invitar, esa NO es la manera de hablar”. No, no es verdad que hoy los partidos políticos de la derecha sean mejores que los de ayer, pues ahora son capaces de desconocer la autoridad del presidente de la República y meterse de una manera infame con su intimidad y fuero privado. No, no podemos pensar que ahora plomo es lo que viene. No, no somos un destino escrito, ni tenemos por qué aceptar esta lógica de la muerte, esta condena a la necropolítica, esta monserga de quienes se sienten con la autoridad moral de señalar, agredir, insultar y empujar a reporteros porque no les gusta el canal que representan. No, no nos hace instrumentales condenar y protestar en contra de un atentado brutal porque todas las vidas valen la pena ser vividas y en este país nadie debería celebrar ninguna muerte, como se hacía en el pasado.    

No, este país sí tiene remedio y sí tiene esperanza.     

Sí tiene cientos de procesos sociales, organizaciones, comunidades, culturas y saberes que lo demuestran. Sí tiene procesos de décadas de comunidades resistentes, como la de San José de Apartadó, que se han opuesto con civilidad, valentía y fuerza a una guerra causada por un modelo económico que nos sumió en la inequidad, y nos hizo creer que estábamos condenados a vivir de una economía extractivista e injusta, rentista y poco productiva. Es su valor, encarnado en liderazgos que han sido asesinados en una cifra aterradora de más de cuatrocientos en treinta años, el que debe darnos fuerza social para no caer en la trampa del “todo está perdido”, del “volver al pasado”, del “esto solo lo arregla un líder autoritario que nos venda miedo y nos prometa seguridad”.     

Sí, este país tiene organizaciones que han defendido los derechos de miles y millones de mujeres, y cientos de asociaciones, consejos comunitarios, juntas de acción comunal, resguardos, colectivos, parches y mingas que han dado las luchas por los derechos de las diversidades del país; se encuentran en cada rincón: en las soteas en el distrito de Aguablanca, en Cali; en la biblioteca y centro cultural La Bellecera, en Piedecuesta; en las salas concertadas de teatro que han hecho de la creación colectiva una forma de resistencia; en las bandas en los pueblos como Samaniego, Nariño, donde músicos y músicas han tocado en medio de las balas; en personas como César López, de quien se burló el establecimiento cultural durante décadas por una ‘escopetarra’ con la cual le rogó a Colombia que entendiera que los símbolos son urgentes para reconectarnos. Sí, este país está en la gastronomía y la soberanía de las plazas de mercado, y en el reconocimiento de sus campesinos, como los de La Palma, Cundinamarca, que han resistido con sus prácticas ancestrales a casi todos los actores armados; en los estudios de grabación en Tumaco y de Quibdó y su ritmo exótico; en los festivales de teatro en la selva de Urabá; en los museos comunitarios de la memoria de Medellín; en la búsqueda de las madres de La Escombrera; en las comunidades de cuidado de las mujeres que han conseguido que sus niños y niñas no sean reclutados; en las tejedoras wayúus que nos enseñan a leer la vida y el territorio en sus chinchorros y mochilas; en los cuatro pueblos que son el corazón del mundo en Gonawindúa; en el creole, en San Andrés y Providencia donde aún existe la cultura garifuna; en las sesenta y cinco lenguas; en los ciento quince pueblos indígenas; en el ejemplo de Palenque de San Basilio y su resistencia histórica; en las editoriales independientes que hacen un circuito prodigioso de ferias regionales; en las más de sesenta películas por año que nos cuentan y nos dicen y nos muestran; en las marimbas de chonta, y en el Festival Petronio Álvarez, que es la potencia del Pacífico; en los artistas plásticos y los salones que han protestado con sus obras estos últimos cuarenta años, creando un verdadero movimiento contemporáneo; en los magníficos escritores y las magníficas escritoras que han hecho de las novelas, la poesía, el cuento, el ensayo, la historia, las ciencias sociales, un verdadero prodigio; en las culturas anfibias de La Mojana; en los acordeones y los carnavales del Caribe y del Pacífico; y tamales y amasijos y ollas comunitarias y huertas urbanas y hip hoppers históricos y jóvenes que se atrevieron a usar la música como una fuerza de protesta en contra de gobiernos que querían seguir cerrándole el paso a su destino.

Sí, este país tiene joyeros que saben de los oficios del oro y gente que transforma la coca en té y en mambe; tiene intelectuales, sociólogos, historiadores, antropólogas; tiene memoria y pasado; tiene bellas pinturas rupestres, y aún nos quedan rastros de aquellos trenes que recorrían el país antes de que el negocio de la gasolina y las tractomulas triunfara. Y tiene torres del parque, y museos de la tertulia, y puertos candelarias, y peregrinos transparentes, y creaciones colectivas y violencias pintadas como mujeres moribundas y arte abstracto y ritmo exótico y tepuyes…     

Hoy es hora de poner esa vida por encima de la muerte. Ahí, en ellas, en ellos, en sus procesos, obras, comunidades, diálogos, conversaciones, está la cultura de paz. Y está la paz cotidiana. Porque sí es gente que ha sabido cuidar cantando, soñando con que algún día, después del arrasamiento, podrá volver a su lugar, que es su cultura. Y sí ha vuelto. Sí es hora de dar la bienvenida al país que no tiene miedo a ser la luz poderosa de la vida. Sí es hora de decirle adiós al pasado. Nadie nos puede regresar allá. Depende de nosotros.

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