
Caminaba por la Condesa el sábado por la tarde cuando recibí un mensaje de mi hermano: “Y empezó otra vez… qué tristeza de país”. Me detuve, lo llamé y supe la noticia: un atentado. Otra vez. Otro candidato. En segundos desempolvamos recuerdos de 35 años que a veces superaban la ficción. Otra vez el miedo. Otra vez la sirena, el sobresalto, los titulares que uno no quiere leer. El país volvía a doler. Las imágenes no tardaron en llegar —y son de esas que no se pueden 'desver'—: quedarán ahí, como tantas otras, incrustadas en la memoria de una historia que no termina de sanar.
Hay algo especialmente cruel en recibir malas noticias desde lejos. No poder hacer nada. No poder correr, ni abrazar, ni gritar con otros. Solo mirar, tragar en seco, y sentir cómo el país duele… sin que uno esté ahí para sostenerlo.
Sí, el país lo sostenemos entre todos.
Me invadieron las preguntas de siempre, esas que uno ya conoce de memoria pero prefiere no decir en voz alta, como si el cuerpo intentara darle sentido a lo que no lo tiene. Pero entre el miedo y la tristeza, se impuso algo más fuerte: el grito callado de un país entero que no quiere repetir su historia. No otra vez.
El atentado no ocurrió en el vacío. El discurso de odio venía creciendo, disfrazado de símbolo, de parábola, de tono épico o poético, a veces hasta folclórico, pero cada vez más agresivo, más incendiario. Se instaló en la conversación pública la idea de que hay enemigos internos, traidores, planes, conspiraciones… como si el país viviera en una eterna telenovela de buenos y malos.
Y eso, en un país como el nuestro, no es un simple exceso retórico: es gasolina en un terreno seco. Un líder no puede darse el lujo de hablar desde la rabia sin medir las consecuencias. No en Colombia. No con nuestra historia.
Frente al miedo, un líder tiene dos caminos: encender más fuego o convocar a la unidad. Eso lo sabían Desmond Tutu, tras el apartheid, y Martin Luther King, frente a la violencia racial: ambos eligieron la dignidad, la reparación del dolor y la empatía como ejes del futuro. Supieron que liderar también implica respetar al contradictor, incluso cuando fue adversario.
En Colombia también tenemos ejemplos recientes, como las familias divididas por el plebiscito de paz —entre quienes gritaban “sí” y quienes gritaban “no”—, lo mismo que estudios académicos muestran cómo esta polarización penetró hasta los hogares, generando odios profundos y silenciosos. Y los expertos en discurso público insisten en que la mejor forma de combatir el odio no es con más odio, sino con contra-discurso: empatía, verdad y tono reflexivo, no agresivo. Porque cuando una palabra se deja caer como piedra en un estanque seco, no vuelve silenciosa. Revienta.
Yo no quiero un país donde haya que escoger entre bandos. No quiero un país donde desconfiar sea más fácil que tender la mano, mirar a los ojos y decir: “tranquilo, aquí estamos”. No quiero un país donde se celebre el fracaso ajeno como si fuera un triunfo propio.
Y si hay un bando que valga la pena, que sea este: el de la ética, la bondad, la compasión. El de quienes siguen creyendo que confiar no es ingenuidad, sino una forma de coraje.
No necesitamos estar de acuerdo para elegir no odiarnos. Hay algo profundamente transformador en decidir no replicar la violencia con más violencia, en cortar la cadena del desprecio desde lo más íntimo: una conversación, un gesto, un mensaje. El contra-discurso empieza ahí, en cada quien. Porque aunque parezca ingenuo, cada palabra que calma, cada abrazo que desactiva, cada silencio que no juzga… tiene el poder de cambiar algo.
Hoy deseo —con todo lo que soy— que Miguel Uribe se recupere. Que su familia respire. Que no tengamos que llorar más muertos por pensar distinto. Y que este país, tan herido, pueda elegir otra vez.
Solo por hoy, al menos, elijamos no odiar. Elijamos no responder con rabia. Elijamos, incluso en la tormenta, lo más difícil: la compasión.
