
El 3 de marzo pasado me llamó el productor de FLECHO, nuestra Fiesta de la Lectura y la escritura del Chocó, para decirme que nos habían negado el permiso de uso del espacio público para la realización del evento en el Malecón de Quibdó Jairo Varela, porque habría un evento de la vicepresidenta Francia Márquez el 20 y 21 de este mes. Como cualquier ciudadana y gestora cultural, puse un tuit donde etiquetaba a la vicepresidenta y le preguntaba si no consideraba que deberían ser prioritarias las iniciativas locales.
Luego de poner el tuit me comuniqué con alguien cercano a la Vicepresidencia, quien me ayudó a establecer que el evento de ellos había sido cancelado y que, en consecuencia, no deberíamos tener dificultades con los permisos. Eso también lo conté en la red social X y, de nuevo, etiqueté a la vicepresidenta. Unos minutos después entró en contacto conmigo su asistente, para contarme que ya habían radicado una carta en la Alcaldía de Quibdó, notificándoles que no harían el evento. Me compartió la carta y todo siguió su curso regular. La Secretaría de Gobierno de la Alcaldía de Quibdó avanzó con los trámites para concedernos el permiso.
Parece que la vicepresidenta no estaba al tanto de la resolución del asunto, pero sí vio o le mostraron el primer tuit que publiqué, razón que consideró suficiente para llamarme vía WhatsApp a insultarme. Todavía me cuesta creerlo, pero fue así. Ese día, durante ocho minutos, recibí gritos de parte de la vicepresidenta; una mujer a quien he visto una vez en la vida, el día que me la presentó la entonces ministra de Educación, Aurora Vergara, y les regalé a ambas uno de mis libros. Nunca he trabajado con Francia Márquez, ni tenemos alguna clase de vínculo amistoso o político, puesto que no participo en procesos proselitistas desde hace varios años. Yo no tenía su número telefónico, pero ella, desde su ejercicio de poder, consiguió el mío rápidamente y consideró que tenía que llamarme a reclamarme a gritos. Y es eso en lo que quiero centrarme. Pareciera que el ejercicio del poder legitimara el maltrato a los demás.
Somos una sociedad que valida los gritos, los manotazos y la agresividad pasiva manifiesta en múltiples decisiones y acciones, si los agresores son personas en cargos de poder público y privado. Olvidamos que los servidores públicos de elección popular, los de libre nombramiento y remoción, los de carrera administrativa y los contratistas del Estado, tienen la obligación de cumplir la Constitución, esto es, garantizar los derechos a los ciudadanos, al menos, desde el ejercicio de sus funciones básicas.
Cuando una vicepresidenta trata a gritos a una ciudadana por la publicación de un mensaje en redes sociales, que valga decir que no fue ofensivo ni irrespetuoso, vulnera derechos como el trato digno o la libertad de expresión. De nada sirve un discurso sobre hacer de la dignidad una costumbre, si no la garantizamos en lo que está a nuestro alcance, que son las relaciones interpersonales.
Son abundantes los casos de hombres y mujeres agresivos en el ejercicio del poder, y no es exclusivo de este Gobierno. Nos hemos acostumbrado a hablar de directores gritoncitos, reuniones de equipos directivos o con ministros para las que es mejor prepararse emocionalmente, porque quizá hay que salir de ahí para terapia y, claro, no podemos olvidar a los que golpean a sus escoltas.
Es inevitable la pregunta sobre las víctimas de los atropellos. ¿A quién se puede maltratar? Los poderosos no estallan en gritos frente a quienes consideran pares, mucho menos superiores y tampoco a quienes temen. Suelen hacerlo con quienes consideran subalternos, aunque esa subalternidad no necesariamente venga de la jerarquía de una relación laboral.
No me puedo imaginar que la vicepresidenta llame a reclamarle a cada usuario de redes que publica algo en su contra o la etiqueta en una pregunta, sabe que esto se podría volver en su contra sin ninguna clase de consideración. Consideración que, posiblemente, da por sentada en una mujer negra del pacífico, como ella.
Sobre el suceso del 3 de marzo podría haber dicho mucho más: que fue una gran desilusión, que también le respondí cuando me sentí agredida, que su asistente me pidió perdón y me explicó las presiones que tenía ahora la vicepresidenta… Pensé mucho para escribir esta columna, pues no quería quedarme en esa cantidad de arandelas que reducirían todo a un chisme. Conozco también el riesgo de una trivialización misógina y racista, que llevará a que algunos piensen que solo se trata de dos mujeres negras agarradas; pero decidí seguir adelante con este texto, porque mi preocupación de fondo tiene que ver con la legitimación del maltrato desde las posiciones de poder. Debemos insistir en esto las veces que sea necesario, a pesar de las posibles malas interpretaciones, hasta que el respeto a los ciudadanos se haga costumbre.
