Gabriel Silva Luján
23 Enero 2023

Gabriel Silva Luján

¿El pueblo vs. la ciudadanía?

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En el principio las personas no eran personas. Eran súbditos. También esclavos, fieles o siervos, o todas esas cosas a la vez. A partir de allí la historia política de los últimos quinientos años se puede resumir precisamente como la lucha colectiva para que esos súbditos se convirtieran en pueblo. Ese tránsito de súbditos a pueblo costó mucha sangre, mucha violencia y una que otra cabeza en los canastos de las guillotinas.

Con el triunfo de las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, la autoridad divina de los monarcas fue reemplazada por la “soberanía popular”. Nace así el concepto moderno de “república” o dicho de otra manera el gobierno del pueblo. A partir de ese momento empezó la competencia entre grupos de individuos -los políticos- para apropiarse de la representación y la vocería del pueblo. No pasó mucho tiempo para que ocurriera lo inevitable. “El pueblo” como fuente de legitimidad se convirtió en un concepto fluido, impreciso, amorfo y, sobre todo, maleable, al servicio de los intereses de quienes necesitan justificar su monopolio del poder.

El tránsito de súbditos a pueblo, al que hacíamos referencia arriba, no fue suficiente para garantizar que no surgieran nuevas modalidades de absolutismo justificadas precisamente en la supuesta esencia verdaderamente “popular” del régimen. A modo de ejemplo, durante “el reino del terror” (1792-1793), instaurado bajo la orientación de Maximiliano Robespierre, uno de los grandes líderes de la Revolución Francesa, se ejecutaron 17.000 ciudadanos, 10.000 más murieron en la cárcel y se arrestaron a más de 300.000, todo ello en nombre del “pueblo” y su revolución.

Por eso en las democracias liberales -como la nuestra- ya no es el pueblo la piedra angular de la legitimidad. La ciudadanía es en las democracias la mejor definición del pueblo. Son los ciudadanos con sus derechos y libertades inalienables, garantizados por las instituciones y la división de poderes, los depositarios de la soberanía. Esa etérea entelequia denominada pueblo -que puede significarlo todo o nada, o ser invocada para lo que convenga al gobernante- no es la fuente de la autoridad o la legitimidad en los sistemas democráticos.

Desafortunadamente, el absolutismo vuelve a asomar las orejas con otro ropaje. El populismo, que no es otra cosa que utilizar al “pueblo” como programa, como justificación y como legitimidad para pasar por encima de la ciudadanía, las instituciones y la democracia, se está tomando la política contemporánea. Donald Trump justificó la toma del Capitolio, por una horda de sus seguidores, con el argumento de que se estaba defendiendo la verdadera voluntad popular. Bolsonaro ordena a sus electores tomarse los poderes públicos porque quienes allí residen no representan al pueblo. Castillo cierra el congreso peruano porque no interpreta el mandato del pueblo.

Colombia no es la excepción. El entonces presidente Álvaro Uribe, en busca de una justificación para su segunda reelección, inventó el concepto del “estado de opinión” para señalar que la opinión pública -es decir el pueblo- estaba por encima de la Constitución y las Cortes. Ahora el presidente Petro pone en marcha otro intento de usar al “pueblo” para defender sus reformas y para amedrentar a los demás poderes públicos.

El Gobierno entra en una fase crítica para la aprobación de sus proyectos bandera. En los despachos oficiales ya se percibe que se está gestando una creciente oposición en la opinión pública y en los corredores del Capitolio a la reforma política, la ley de sometimiento, la reforma a la salud, la reforma laboral y la reforma a las pensiones. Esa oposición está empezando a resquebrajar la coalición parlamentaria con la que se han aprobado otros proyectos gubernamentales.

Ante esto, el Gobierno está empezando a fabricar una narrativa en la que se denuncia una conspiración contra la voluntad popular, expresada en las urnas, a cargo de los enemigos del cambio. A través de trinos y declaraciones, desde el inicio de este año, el presidente, ciertos ministros y algunos de sus aliados han puesto en marcha una campaña encaminada a movilizar y agitar a sus bases con el propósito de que salgan a las calles a defender las reformas. Proyectos de ley que, por cierto, nadie conoce aún en sus aspectos más críticos.

No menos preocupante es la estrategia de sostener públicamente que la paz está por encima de la Constitución. El corolario es entonces que la paz total escapa a los controles de constitucionalidad que le corresponden a cualquier política pública. En “la calle” ya hay gestores de paz, beneficiarios de las acciones de esa política, que sin duda también estarán dispuestos a defender a quienes les dieron la libertad. No nos olvidemos que el presidente también ha manifestado en varias ocasiones que el enemigo oculto es la legalidad que, según él, está concebida para impedir el cambio.

Ante este escenario no es difícil prever que como mínimo el Congreso y las Cortes estarán expuestas a un matoneo político desde las calles motivado por el propio Gobierno. Tampoco es de descartar que, como ha ocurrido en otras latitudes en nombre del pueblo, se ejecuten actos de fuerza contra los poderes públicos por ser enemigos del cambio. Ante esa eventualidad, de llegar Petro y el Pacto Histórico a invocar al pueblo para arrollar a las instituciones, los demócratas debemos apelar a la ciudadanía para defenderlas.

Cuenta de Twitter: @gabrielsilvaluj.

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