Estar en una junta directiva exige más que un buen nombre: requiere preparación, perspicacia y el coraje de cuestionar con respeto e inteligencia, incluso cuando todo aparenta estar bien.

Una de las experiencias más valiosas que he tenido en mi carrera profesional fue comenzar mi vida laboral como asistente de gerencia en una compañía que me dio la oportunidad de ver, desde muy temprano, el funcionamiento íntimo de una organización. El gerente general confió en mí plenamente y me asignó tareas estratégicas: asistir a las juntas directivas, preparar la información para dichas reuniones, hacer seguimiento a los compromisos y ser su mano derecha en lo que a gobierno corporativo se refiere.
Fue allí, en esa etapa formativa, donde desarrollé una sensibilidad particular para entender la dinámica que se presenta entre la administración y la junta. Y también fue allí donde descubrí, con cierto asombro, lo vulnerables que pueden ser incluso las juntas mejor conformadas.
Con frecuencia me encontraba frente a miembros de junta que, tras varias reuniones, seguían sin comprender del todo el negocio. Repetían preguntas básicas, generalizaban conceptos o requerían explicaciones elementales, una y otra vez, sobre los mismos temas. No era por falta de capacidad intelectual, sino por falta de preparación. No leían con rigor los documentos enviados previamente, llegaban sin un marco crítico, y aceptaban la narrativa que les era presentada sin mayor cuestionamiento.
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“Y descubrí también que un gerente puede manejar la percepción de la junta, si esta no tiene la agudeza para leer entre líneas”.
En momentos de crisis, cuando la compañía atravesaba dificultades reales, aprendí que es posible minimizar los problemas. No se trata de mentir ni de manipular de forma burda, sino de construir mensajes cuidadosamente optimistas, restando importancia a los riesgos, usando eufemismos que diluyen la gravedad de los hechos. Y descubrí también que un gerente puede manejar la percepción de la junta si esta no tiene la agudeza para leer entre líneas.
Esa experiencia me enseñó una lección fundamental: un gerente puede manipular a una junta sin necesidad de esconder información, sino simplemente aprovechando su falta de rigor, su desconexión con el día a día y su tendencia a asumir que todo marcha bien. Aprendí, además, que una gran trayectoria profesional no garantiza que alguien sea un buen miembro de junta.
Ser miembro de junta requiere una combinación exigente de atributos: inteligencia emocional, audacia, conocimiento profundo del sector y la disciplina de estudiar con rigor los temas estratégicos. Pero, sobre todo, requiere la valentía de formular preguntas difíciles, en el momento oportuno, con el tono adecuado y en el foro correcto, evitando generar tensiones innecesarias, pero sin renunciar a la profundidad del análisis.
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El verdadero valor de una junta no está en replicar la visión de la administración, sino en ofrecer una perspectiva independiente, desafiante y constructiva, capaz de enriquecer, corregir o confirmar el rumbo de la organización.
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“A lo largo de los años he visto compañías atravesar crisis profundas, mientras sus juntas permanecen tranquilas, convencidas de que todo marcha bien”.
No dejo de preocuparme al ver cómo algunas empresas, especialmente medianas o pequeñas, se deslumbran con la idea de incorporar 'miembros estrella': ejecutivos de renombre, expresidentes de grandes corporaciones o figuras de alto perfil público. Su presencia genera orgullo institucional, adorna la página web y proyecta una imagen de solidez, pero, en la práctica, su aporte suele ser limitado. Llegan con una visión superficial del negocio, con una actitud de suficiencia y sin conocimiento del sector, y muchas veces actúan desde la distancia, sin conexión real con la operación.
Aplauden más de lo que cuestionan, y en no pocos casos, terminan siendo un peso muerto para la organización. Sus intervenciones pueden resultar irrelevantes, o incluso perjudiciales, cuando abordan los temas con soberbia o con una mirada genérica que no entiende las particularidades del contexto. Lejos de sumar, a veces generan tensiones innecesarias o bloquean decisiones clave por falta de sensibilidad o comprensión.
No se trata de rechazar a los miembros con grandes hojas de vida. Muchos de ellos pueden ser excepcionales. Pero el solo prestigio no es suficiente. Prefiero juntas pequeñas, integradas por personas que conocen bien el sector, que están cerca de la operación y que tienen la capacidad de hacer preguntas incómodas y con respeto. Personas que no necesitan figurar, pero que entienden lo que está en juego.
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“Un gerente que no comunica con transparencia los problemas reales de la organización está siendo desleal con su junta”.
A lo largo de los años he visto compañías atravesar crisis profundas, mientras sus juntas permanecen tranquilas, convencidas de que todo marcha bien. No porque se les oculte información de forma explícita, sino porque muchos gerentes temen que compartir malas noticias se interprete como un signo de debilidad o de mala gestión. Aunque ocultar dificultades serias o disfrazarlas es, en sí mismo, una señal de mala gerencia. Un gerente que no comunica con transparencia los problemas reales de la organización está siendo desleal con su junta.
Y, del otro lado, juntas ausentes o desconectadas que no logran leer entre líneas, que no hacen las preguntas difíciles, que no profundizan más allá del discurso optimista, están renunciando a su rol fundamental: proteger el futuro de la organización desde el pensamiento crítico y el juicio estratégico.
Ser miembro de junta no puede ser solo un símbolo de prestigio. Es, ante todo, un ejercicio de compromiso. Requiere dudar con respeto, escuchar con atención, leer con perspicacia y no tragarse entero lo que se presenta como verdad. Implica actuar con inteligencia emocional, prudencia y criterio, sin coadministrar, pero orientando con firmeza cuando más se necesita. Una buena junta no está solo para aplaudir logros, sino para sostener, acompañar, cuestionar y guiar —sobre todo— en tiempos difíciles.
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