Federico Díaz Granados
10 Junio 2025 09:06 am

Federico Díaz Granados

El ruido y la furia

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Hemos llegado al primer cuarto del siglo veintiuno y pareciera que fue hace mucho aquel final del siglo veinte con sus incertidumbres y temores. El miedo del Y2K, aquel pánico al error informático que llegaría con el cambio de dígito el 31 de diciembre de 1999 y que causaría colapsos bancarios, aéreos y tecnológicos de todo tiempo anunciaban, de alguna forma, el ruido de nuestra era. Y como toda época esperábamos también los relatos que dieran un orden a nuestras emociones y definieran y contaran nuestro presente. 

Y si bien los tiempos que llegaron fueron vertiginosos, cargados de promesas tecnológicas y científicas, el fracaso humano no se detuvo y, por el contrario, la llegada de las redes sociales exacerbó los discursos de odio y dio megáfono a nuevas formas del narcisismo y el egoísmo. Las guerras no cesaron y llegó una pandemia que amplificó las frases motivadoras de que nos transformaríamos en mejores personas, nos reinventaríamos en mejores seres y ciudadanos solidarios en un mundo que se recalienta y sufre. Nada de eso ocurrió y el mundo se llenó de más alambres de púas y muros y llegamos al cuarto de siglo metidos en nuestras trincheras de batalla. 

Pareciera que la sociedad requiere relatos con desenlaces claros donde haya ganadores y perdedores definidos y donde el conflicto sea el eje de esa narrativa. De eso viven los regímenes políticos hoy y desde allí se construyen los discursos de nuestras actuales democracias. La idea es que los disensos predominen y que el insulto sea el eje de la conversación sobre las ideas y los argumentos. Nada mejor que alimentar esos discursos desde la revancha y la venganza. Si en el pasado otros lo hicieron, ahora entonces nosotros cobramos esa viejas deudas. Cero consenso y diálogo para construir un contrato social. Por eso los relatos de hoy necesitan esos desenlaces y que haya un bando de fuertes sobre débiles, de ganadores y perdedores. 

En cambio, la poesía, que se niega a cerrar una historia y que deja más preguntas que respuestas, nunca tendrá desenlaces ni conclusiones, pero nos dejará una relación distinta con las palabras y con el lenguaje. En poesía no hay ganadores ni perdedores. Todos somos frágiles en esa geografía y en nuestras propias debilidades damos la batalla diaria y en medio de ella, como diría el gran John Berger, nos detenemos junto al herido para preguntarle qué le duele. Así es la poesía, como el enfermero que se detiene a preguntar por el dolor humano mientras todos corren, se empujan y se sacan de la vía codazos.

Por eso, entre el exceso de visibilidad de las redes sociales y las selfis donde a diario se comparte a la audiencia el minuto a minuto de la intimidad, la promesa de la poesía es que el lenguaje reconozca, así sea por un instante y de una manera íntima, aquello que se vivió y que la experiencia humana no se borre de la memoria con su belleza, su espanto o su desconcierto. Y quizás su verdadera fuerza radique en que en la sociedad de la eficiencia y la productividad la poesía sea el recordatorio de la inutilidad y lentitud. Por eso no interesa a la industria, el mercado ni el capitalismo a pesar de que su uso y su valor de uso pueden llegar a ser mucho más duraderos que cualquier otro producto porque trae alguna posibilidad de eternidad y de real compañía y consuelo, porque el verdadero latido y temblor del mundo habita allí, en esa intimidad del poema que atraviesa el campo de batalla con los ojos abiertos porque sabe que hay heridas que no deben ser olvidadas.

Nos advierte Louise Glück, ganadora del premio Nobel de Literatura en 2020, que el poema no necesita que se consuma, sino que se habite porque está lejos de la comida instantánea y, quizás, lo que necesitamos es la construcción del relato del presente, incluso en la redacción de los mitos de nuestro tiempo que la poesía nos ayuda a recuperar el silencio para volver a ese vínculo con esas voces lejanas que nos hablan desde hace tantos siglos como si nos conocieran. La intimidad no es un encierro sino una sintonía que requiere más atención y silencio que parecieran ser dos condiciones revolucionarias hoy. Emily Dickinson se encerró, pero hizo un pacto con sus soledad que la hizo ser más libre, más crítica y exigente. 

William Faulkner supo narrar la decadencia y el desencanto desde la intimidad de una familia en El ruido y la furia. Allí ya estaba transversal al relato la poesía. Por eso estoy convencido de que la poesía y la literatura son una lengua necesaria que no necesita del grito sino de la persistencia en el silencio, porque su importancia no ha estado ni estará en la altisonancia y el volumen sino el vibración y el latido de nuestro asombro y de nuestra perplejidad frente al mundo con sus horrores y su belleza para que en medio del campo de batalla, mientras todos corren, nos sigamos deteniendo para recoger al herido y preguntarle qué le duele y ayudarlo a sanar o acompañarlo a morir. No es tan difícil. 
 

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