Jaime Honorio González
20 Abril 2025 01:04 am

Jaime Honorio González

El último helado

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El día de tu cumpleaños decides ir a misa a la iglesia del pueblo para darle gracias a Dios. Es Jueves Santo, la conmemoración de La Última Cena, la eucaristía por excelencia, la comunión de tu Dios contigo. También, el día del lavatorio de los pies, la maravillosa escena repetida sagradamente desde el suceso original como mayor muestra de humildad y solidaridad entre esta Humanidad que se despedaza a cada segundo. La paz sea contigo y podéis ir en paz. Estás plena.

La noche cae. La temperatura también, aunque se mantiene arriba de los veintidós grados. Apenas para un heladito. Y si estás de cumple, pues aún más. Tu hermanito menor te acompaña, te felicitan a la salida de la iglesia, te dicen cosas bonitas, te desean salud, amor y prosperidad. Qué más puedes pedir. Cumples veinte abriles y estás más que lista para vivir el resto de tu vida. Gracias Dios, lo repites mentalmente.

Después de finalizada la celebración litúrgica, te adelantas y pasas frente a la Estación de Policía, la de paredes pintadas de blanco y verde, vas rumbo a la heladería más cercana, llegas y comienzas a disfrutar un refrescante y delicioso helado, junto con tu hermano menor, que se pide otro de igual tamaño. Nadie te robará ese hermoso momento mientras los adolescentes se miran disfrutando el pequeño gran regalo que la vida te está dando en ese preciso momento.

Pensarás en lo bello de la vida, en el muchachito que estará por ahí cerca, ese que te molesta, que te hace ojitos, que te llama. Seguramente, igual tu hermano. A lo lejos ves a tu familia, que decide comprar allí la torta para terminar de celebrar el cumple en casa, algo dulce, como te gusta. No te das cuenta del tipo que lleva apenas un rato al frente tuyo, parado al lado de una motocicleta cualquiera, parqueada donde están otras tantas. Hasta que el hombre, vestido por completo de negro, se va. Once minutos después, todo acaba.

*****

Me llamo Luisa Fernanda Trujillo. O bueno, me llamaba, porque una motocicleta con siete kilos de explosivos voló en mil pedazos justo frente a la mesa donde yo me comía el helado con Sergio, mi hermanito menor de apenas diecisiete, que también tenía sueños como yo. Los dos nos morimos al mismo tiempo. Gracias Dios porque al menos no sentimos nada, ni siquiera agonizamos. Morimos en el acto por cuenta de una guerra en la que ni él ni yo estábamos participando. No teníamos uniforme ni mucho menos fusiles o pistolas. Algunos dirán que estábamos en el lugar equivocado, aunque eso de poco nos sirve. Estoy muerta, estamos, con mi hermano.

No merecimos siquiera un tuit de las decenas que pone el presidente de mi país a diario en su cuenta, uno en el que nos nombrara, al menos un sentido pésame para mi familia, algo. Tampoco pudo venir, envió a su diligente ministro de Defensa, aunque hubiera sido bueno que el gran jefe se pasara por mi tierra, en estos momentos en que la incertidumbre se apodera del pueblo. Yo hasta lo entiendo. Se le fueron estos días santos preocupado porque la torre Eiffel se construyó con dineros de Haití. Y yo, que me quedé sin conocer la bendita torre.

Además, vi que ayer también estaba de cumpleaños. ¡Qué casualidad! Yo iba a cumplir todos los diecisiete de abril, y él cumple todos los diecinueve de abril. Ojalá hoy no tenga mucho guayabo, porque en mi casa sí que lo tenemos. La moto-bomba además hirió a nueve personas de mi familia. Tiene a mi primito de diez años en una unidad de cuidados intensivos pediátricos, a mi tía en un hospital de Neiva donde le hicieron una complicada cirugía para tratar de salvarle un ojo, a mi otra tía con el brazo izquierdo completamente destrozado, a mi prima de nueve añitos también la hirió, a mi mamá, a mis otras dos tías. Y así. Todos estábamos en la misa de seis. Eso sí que da guayabo.

Ofrecen 300 millones por información que sirva para capturar al desalmado que parqueó esa moto en esa calle, a esa hora. No servirá de mucho. Debe ser uno más de un montón de desgraciados que se comportan como cobardes, matando los sueños de este país. Como los míos. Y los de mi hermano.

Yo sé que mi trágica historia, tristemente, no tiene nada de raro en esta Colombia que tampoco cuida a sus jóvenes. Y eso que se supone que somos el futuro. Yo sé que mi muerte —y la de mi hermano— es flor de un día y con todas las bombas que están poniendo por todo lado, muy pronto otra tragedia hará que la mía pase rapidito al olvido. En cambio, Iván Mordisco será inolvidable, al menos para mí, porque el general que vino dijo que de sus disidencias asesinas salió la moto que se parqueó frente a la heladería en la calle más concurrida de este pueblo, a la hora de la salida de una de las misas a la que más gente va, dizque para atentar contra la Estación de Policía. No lo creo.

En nombre del pueblo, esos asesinos lo que querían era matar gente como uno, gente del pueblo que todos quieren defender pero que —a la hora de la verdad— ninguno defiende, gente campesina, trabajadora, comerciante, o gente joven como mi hermano y yo, que lucha día a día para salir adelante. A esa gente era a la que querían matar, supongo que para llamar la atención porque aquí atacar la Estación de Policía —y más si es de un pueblo alejado de Bogotá— ya casi no es noticia. Por eso atacan a la gente como uno.

Gente como mi hermano Sergio y yo, Luisa Fernanda, que el Jueves Santo solo compartíamos una golosina para celebrar mi cumple. No sabíamos que sería el último helado de nuestras cortas y olvidables vidas.

 

Jaime Honorio González

@JaimeHonorio

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