Velia Vidal
27 Enero 2023

Velia Vidal

En el conjunto del al lado

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Avanzaba en mi lectura del libro De dónde venimos los cholos (Seix Barral, 2021), del escritor peruano Marco Avilés, cuando llegaron las noticias de la caída de Pedro Castillo; pocos días después conocí a la escritora Mónica Carrillo, también peruana; y entre la lectura de Avilés y las conversaciones con Carrillo, terminé sintiéndome muy cerca de una realidad que no solo creemos distante, sino que leemos a la luz de los estereotipos con los que los colombianos aprendimos a asociar y nombrar al vecino país. Así me fui acercando a las formas de racismo que experimentan muchos en Perú, por cholos o por negros.

Como resultado de la crisis política, y ante una pésima gestión y una postura dictatorial de la actual presidenta, la ciudadanía ha salido a las calles a protestar de manera justa; pero las autoridades han respondido con métodos que ya conocimos en Colombia y como consecuencia han perdido la vida al menos cincuenta y cuatro personas. 

He seguido las publicaciones de Joseph Zárate, Marco Avilés y Gabriela Wiener porque confío más en sus palabras de escritores críticos que en las de casi todos los medios que, si no sufren una inclinación ideológica contraria a los derechos ciudadanos básicos y las libertades civiles, entonces suelen poner la mirada en los meros hechos y evitan ir al fondo de lo que está pasando. Si no es que actúan directamente bajo el racismo que recorre las venas de Latinoamérica y les impide, por ejemplo, entrevistar en igualdad de condiciones a los manifestantes indígenas y a los políticos o analistas cargados de sesgos clasistas. 

Son absolutamente evidentes las violaciones a los derechos humanos y el abuso de poder; pero, aunque a muchos nos salte a la vista, lo que no parece ser evidente para la mayoría es el racismo tan crudo que atraviesa toda esta situación. 

Todavía nos cuesta entender la relación entre la estigmatización de las protestas, la descalificación y tipificación como terroristas con el origen étnico racial de los manifestantes, o el estrecho vínculo entre las muertes y su condición social o su apariencia física.

Es fácil entender el racismo cuando vemos en los videos una mujer gritándole “india” a otra con tono hiriente o al leer algún tuit ofensivo, como los que han abundado estos días en las redes sociales.

Nos cuesta entender, por ejemplo, que al asegurar que las personas que protestan no saben lo que están haciendo, que van como borregos animados por otros o que los enfrentamientos con la policía son producto de la incomprensión de los manifestantes porque no hablan español, se está haciendo una clara infantilización y despojando de agencia a una población, en una obvia extensión de las ideas que históricamente ha habido sobre los indígenas. 

De la misma manera, los asesinatos están ligados al mínimo o nulo valor asignado y a la deshumanización de siempre hacia los pueblos racializados. Nadie asesina sin consideración a quien ve como importante, valioso o al menos de su mismo nivel. Las vidas de los indígenas y los negros, en Perú como en Colombia, no valen nada.

Esta sería una oportunidad para mirarnos al espejo, analizando la situación de un país hermano con el que tenemos muchísimas cosas en común; pero ocurre que en nuestras cabezas también vemos al Perú como inferior, porque todavía operan prejuicios moldeados por las nefastas imágenes que veíamos en la televisión por cable de los años noventa, suficientemente dañinas como para persistir hasta hoy. 

Quizá por eso nos cuesta mirar hacia allá y rechazar lo que está pasando y se nos hace imposible reconocer que es igual aquí; porque somos una sociedad a la que, de alguna manera, la tranquiliza pensar que eso simplemente está pasando en el conjunto de al lado.

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