
“El poder surge cuando las personas actúan juntas, no cuando se imponen unas a otras”
(Hannah Arendt, Sobre la violencia)
El debate político en Colombia se ha degradado y el lenguaje es parte de ese proceso. Empezamos a sentir los efectos de una campaña anticipada en la que lamentablemente, el “todo vale” parece imponerse como estrategia dominante. Basta con acceder a redes sociales como X (antes Twitter) o revisar los titulares de los medios de comunicación para sentirse en medio de un bombardeo constante, donde las trincheras ya no alcanzan para protegerse del cruce de ataques. Las ofensas que buscan desprestigiar tienen mayor protagonismo que las propuestas.
El lenguaje se ha convertido en un arma usada sin límite en el campo de batalla de la política. Las palabras agreden. No se lanzan para construir acuerdos, sino para deslegitimar al otro. Los insultos, las burlas y el desprecio sistemático, se han vuelto formas aceptadas —y hasta celebradas— de ejercer el poder. Hannah Arendt defiende la idea de la política como el espacio de la palabra, la acción y la deliberación, no de la violencia. La política auténtica ocurre cuando las personas se persuaden unas a otras mediante el discurso, no mediante la fuerza. Lo preocupante hoy no es solo el volumen de esta violencia verbal, sino su normalización. Y lo más inquietante es que esa normalización también educa.
Abundan los ejemplos del uso de la violencia en el lenguaje político. Aquí van cinco. El primero, en febrero de este año, la senadora María Fernanda Cabal se refirió al actual Ministro del Interior, Armando Benedetti, como “travesti de la política”, criticando su supuesta corrupción y cambios de bando en los diferentes gobiernos. Segundo: hace pocos días, un trino en el que Daniel Quintero se refería al alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, como “Bobo, pendejo”, acusándolo del colapso de Hidroituango. El tercero, el Representante a la Cámara Alejandro Ocampo en una publicación: “¿Entonces los grupos políticos que ayer eran socios y apoyados por los paramilitares que mochaban cabezas frente a los hijos de las víctimas, que a punta de motosierra picaron hijos y padres frente a sus familias, hoy ven como un crimen y un delito una arengas (sic) de personas desarmadas y con pancartas en la vía pública? TIENEN HUEVO”. Cuarto, el senador Jota Pe Hernández dijo refiriéndose a la senadora María José Pizarro: “La que habla de respeto me acaba de decir perro rabioso porque digo que es verdad que a nuestros militares los están matando. El hecho que usted sea defensora de guerrilleros no me evita a mí defender a la fuerza pública, a los militares que están matando”. Por último, el presidente Gustavo Petro ha llamado “nazis” a algunos de sus contradictores o “muñecas de la mafia” a mujeres periodistas que, en su criterio, estaban al servicio de intereses ocultos.
Así como muchas de las expresiones utilizadas en estas publicaciones son abiertamente irrespetuosas y ofensivas, también se observan mensajes sutiles muy venenosos, donde la agresión se disfraza de ambigüedad o ironía. Basta con leer el trino del expresidente Álvaro Uribe en contra de Claudia López, en el que manipula una imagen del presidente Gustavo Petro y la exalcaldesa frente a una tabla ouija: “Socios por temporadas. Claudia López cautiva con el discurso mientras le descubren el engaño. Beneficiaria de USAID para difamar”. Triste espectáculo para un expresidente.
Estos episodios, como muchos otros, inundan las redes sociales. Se impone la descalificación del otro por encima del argumento, y con ello se reduce el espacio para el intercambio de ideas y el disenso informado. Se intensifica la polarización, se alimenta la desinformación y se desvía la atención sobre los temas que realmente importan.
Y aunque este no es un fenómeno exclusivo de Colombia, una publicación de la Misión de Observación Electoral rastreó las menciones agresivas realizadas en el país. La investigación fue realizada entre enero y junio de 2018. Muestra que la intolerancia se acentúa a medida que se acercan las elecciones. Lo mismo ha pasado con las campañas posteriores.
Olvidamos que, cuando un político insulta, educa. Cuando caricaturiza a sus opositores o banaliza el sufrimiento de los otros, también está enseñando algo. El lenguaje que se repite se vuelve paisaje. Y el paisaje, poco a poco se convierte en cultura. ¿Qué aprenden niñas, niños y jóvenes cuando observan que en los escenarios de poder se grita más de lo que se escucha, o cuando los referentes públicos construyen su autoridad desde la burla, la mentira o el desprecio? Aprenden que el ganador del debate no es quien tiene la mejor idea, sino quien grita más fuerte, miente u ofende. Y el patrón es preocupante: el desprecio como estrategia, la provocación como sello, la violencia simbólica como capital político.
En este contexto, la educación y la lectura tienen un papel fundamental, que termina siendo muy solitario. La escuela no puede competir con las redes ni con el espectáculo bochornoso de la política del insulto. Está llamada a construir otra forma de mirar, de escuchar, de crear, de convivir y de expresar. Puede convertirse en un espacio donde el lenguaje recupere su vocación democrática: nombrar sin herir, argumentar sin destruir, disentir sin eliminar al otro. Es en el aula donde podemos detenernos a analizar no solo lo que se dice, sino cómo se dice y para qué. El lenguaje político es una práctica que produce efectos, que modela imaginarios y que configura el lugar del otro en la sociedad. Por eso, resulta urgente formar en pensamiento crítico, en lectura del discurso, en ética de la palabra.
Se trata de enseñar a tramitar el conflicto con palabras que no degraden, que no deshumanicen. Una ciudadanía democrática no se construye solo con leyes ni con instituciones, sino también —y sobre todo— con lenguaje. El sistema educativo tiene una enorme oportunidad de ayudar a los estudiantes a distinguir entre la crítica y el ataque, entre el argumento y el agravio, entre el desacuerdo y el odio. Se trata de mostrar que el lenguaje puede ser un lugar para la política, pero también para el respeto.
En tiempos de polarización y populismo, donde el matoneo político se confunde con liderazgo y el espectáculo se impone al pensamiento, educar en el uso ético del lenguaje se convierte en una forma de resistencia. Una resistencia silenciosa y profundamente transformadora. Si queremos formar ciudadanos capaces de construir paz, de defender los derechos y de convivir en la diferencia, no basta con predicar contenidos. Es necesario enseñar sensibilidad, y esta también se aprende en las palabras.
Hace algunos años, mientras construíamos la Política de Lectura de Bogotá, solíamos salir a preguntarle a la gente qué significaba leer para la vida. Recuerdo especialmente la respuesta de un campesino en la biblioteca de Pasquilla. Se levantó con particular convicción y respondió sin dudar: “Para mí, leer es resistir”. Lo decía mientras miraba a través de la ventana la expansión amenazante de la ciudad que poco a poco iba cubriendo los campos en los que había crecido. El libro que llevaba bajo el brazo era uno que enseñaba a hacer quesos. No era un tratado político, pero sí una forma de autonomía, de memoria y de esperanza.
Hoy, cuando los valores del humanismo y del libre pensamiento están cada vez más amenazados, quizás la educación deba convertirse en la primera trinchera. Más que nunca, educar y educarse es resistir. En esta semana de reflexión, les invito a pensar: ¿a dónde nos está llevando el camino del odio? ¿Qué país estamos construyendo si no somos capaces de escuchar al otro sin querer destruirlo? No se trata de ignorar las injusticias, ni de esconder nuestras ideas, ni de autocensurarnos. Se trata, más bien, de entender que podemos convencer sin atacar, argumentar sin insultar y defender nuestras posiciones sin perder la humanidad. Todavía estamos a tiempo.
Posdata. El gobierno estadounidense exigió a la Universidad de Harvard eliminar sus programas de diversidad e inclusión, modificar sus políticas de admisión y contratación, y permitir auditorías ideológicas. La respuesta de su presidente es un claro ejemplo de resistencia: calificó estas exigencias como una violación de la libertad académica y de los derechos constitucionales. Harvard no cede.
