Antonio Perry
Entre contradicción y esperanza: la recuperación de lo público en 2026
Parece que los Latinoamericanos, aunque conformes con la democracia, estamos cada vez más cómodos con los autoritarismos. En su más reciente Latinobarómetro –una encuesta realizada en más de 17 países de la región desde 1995–, el diario The Economist encontró que el apoyo a la democracia en la región aumentó respecto de 2023. Sin embargo, al revisar las cifras con más cuidado, también se encontró que más de la mitad de los latinoamericanos no les preocuparía si un gobierno antidemocrático asumiera el poder. Vaya contradicción.
Pareciera sorprendente, pero en realidad no lo es. En Colombia votamos, pero elegimos políticos “porque roban poquito”, o nos consolamos con el “está bien que roben, pero que hagan”. Citando a Martín Lagos, director de Latinobarómetro, “la debilidad de la democracia latinoamericana es que 4 de 10 latinoamericanos creen que puede funcionar sin partidos políticos, congreso u oposición”. En últimas, la contradicción nos es más que un reflejo del “reducir la corrupción a sus justas proporciones” del expresidente Turbay. Pero no tiene que ser así.
La reflexión
Sin duda, la política esta desprestigiada y hay mucho espacio de autocrítica y reflexión. En Colombia, creo, son dos las razones principales que permiten explicar este descontento y la contradicción entre la satisfacción con la democracia y la tolerancia con las prácticas antidemocráticas.
Primero, la política nacional esta desprestigiada por la versión colombianizada de lo que el politólogo Noam Lupu acuñó como dilución de marca (brand dilusion). Lupu analizó varios países latinoamericanos, entre ellos Colombia, para determinar por qué algunos partidos políticos latinoamericanos, con bases electorales leales, sufrieron colapsos abruptos en su apoyo. Además, encontró que los partidos políticos son similares a marcas comerciales, en tanto dependen de una identidad clara y consistente para mantener su apoyo. Cuando la pierden, los partidos pierden su apoyo, y eso explicaría su decaimiento, como le ocurrió al Partido Conservador Colombiano.
Yo creo que en Colombia esta dilución de marca, más que una consecuencia de inconsistencias ideológicas es una consecuencia del desprestigio político por prácticas clientelistas. Ahora, podría decirse que el clientelismo es la inconsistencia ideológica que señala Lupu, pero el punto se mantiene: los colombianos estamos decepcionados de la política y los partidos por sus prácticas clientelistas. En consecuencia, les damos la espalda y abrazamos al político no político, el denominado outsider, quien muchas veces ofrece soluciones a través de prácticas antidemocráticas. He allí una explicación a la contradicción.
Segundo, la democracia liberal, aquella que nos gobierna, no ha dado los resultados esperados. Una de sus promesas era la provisión de servicios públicos; de una mejor vida para todos. Sin embargo, esto no ha sucedido al ritmo esperado y parte de la explicación está en el liberalismo mismo. Un pilar fundamental del liberalismo es la igualdad y cumplimento de la ley. Para eso, el liberalismo estableció procedimientos, pero se le fue la mano. Para asegurar el imperio de la ley, el liberalismo impuso el imperio del proceso. El exceso de procedimiento sacrificó la eficacia de resultados y resultó en promesas incumplidas, que contrastan con la eficacia de gobiernos autoritarios (piénsese la China) que ejecutan en un chasquido. Contrariados con nuestra democracia que protege derechos, pero muchas veces no los provee, añoramos a escondidas la eficacia del tirano. He aquí otra explicación de la contradicción.
No hay que perder la esperanza
Podemos recuperar la política y hay ejemplos de ello. Parece historia patria, pero no hace mucho surgió la gran ola verde de Antanas Mockus. Armada sólo con un lápiz, la consistencia ideológica mockusiana puso en jaque al establecimiento. De manera similar, el resiliente Fajardo, para quien es preferible perder bien a ganar mal, siempre fiel a sus principios, no ha caído en la dilución marcaria de Lupu y hoy puntea en las encuestas.
Más cerca aún están los liderazgos jóvenes. Recuerden las manifestaciones por la paz, convocadas por jóvenes universitarios, incluidos varios de quienes se opusieron al sí, en donde muchos asistimos y otros acamparon en la plaza de Bolívar. Tenemos figuras frescas en el Congreso que muestran que sí se puede hacer política seria, como Jennifer Pedraza, una líder estudiantil del paro nacional de 2018, y Daniel Carvalho, el joven congresista antioqueño de rastas que le gana debates a los encorbatados. Y no puede faltar Juan Daniel Oviedo, quien, recorriendo las calles, escuchando y no predicando, logró vencer al candidato perista a la Alcaldía y hoy aspira a la presidencia.
La invitación
Desde niño me ha encantado lo público. Y me refiero a lo público en sentido amplio: desde nuestra política electoral bananera, hasta el quehacer de los desprestigiados tecnócratas y olvidados jueces, cuyas políticas públicas y decisiones judiciales han hecho de Colombia un país mejor para vivir, aunque con mucho por mejorar.
Crecí en un hogar en donde se hablaba de lo público todos los días. Lejos de creer que eran conversaciones 'para adultos', mis papás se aseguraban siempre de que mi hermana y yo, desde temprana edad, estuviésemos en esas conversaciones. Para ellos era importante que los jóvenes oyéramos y habláramos sobre los problemas del país y que eventualmente ayudáramos a resolverlos.
Crecí, entonces, con un sentido especialmente patriótico (aunque no me gusta tanto la palabra, porque sugiere un amor ciego), raro en los de mi generación, para quienes irse del país suele ser una meta. Tal vez sea porque fui criado por papás ‘viejos’ (mi madre me tuvo a sus cuarentas) y su generación fue una generación de aspiraciones profesionales nacionales.
Oigo la voz de mi padre en la nostalgia de algunos cuando dicen que la mayor aspiración para un economista era trabajar en el gobierno, o cuando ser juez de una alta corte era la cúspide de una carrera, cuya remuneración no daba para el vivir pero daba para la honra. Me niego a pensar que esos son tiempos pasados y que estamos condenados a vivir en una sociedad donde lo público está desprestigiado; en donde figuras autoritarias, aunque les resbalen la libertad y los derechos, son venerados, siempre y cuando ‘hagan’.
Los invito, entonces, a que no perdamos la esperanza. No tenemos que resignarnos a la contradicción. Hay ejemplos de que si podemos y en el 2026 tenemos que poder.
Felices fiestas a todos.