Federico Díaz Granados
15 Julio 2024 12:07 am

Federico Díaz Granados

Entre epopeyas y derrotas

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En un cuento sobre unos niños que juegan a la guerra Jorge Luis Borges escribió una frase que se ha divulgado y se ha hecho viral en la época de las redes sociales: “La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”. Por lo general sale a relucir en épocas de finales deportivas y elecciones políticas y, de alguna forma, representa el sentir de muchos de los derrotados.  Desde niño fui hincha de un equipo de fútbol que siempre perdía y eso de muchas maneras fortaleció y delineó un carácter que todavía me acompaña. 

Suelo estar siempre de parte del débil y del que tradicionalmente pierde en cualquier tipo de certamen y por supuesto eso ha traído más sinsabores que victorias. Quizás por eso las pequeñas y efímeras victorias suelen ser celebradas con la euforia de un título mundial. También aprendí desde siempre que no es lo mismo la derrota que un fracaso porque la primera es consecuencia de haber hecho el esfuerzo, de haber batallado y de haber tenido resultados adversos en el intento. El fracaso es la consecuencia de haber renunciado a esos esfuerzos antes de tiempo. En la derrota no se logra el objetivo, a pesar de haber emprendido los mejores esfuerzos, y por eso tiene esa dignidad de la que hablaba Borges, al ser un capítulo de la resistencia humana en todos los campos. El fracaso, en cambio, no tiene esa dignidad, honor y orgullo. Es el retrato claro de las incapacidades e insuficiencias, de falta de actitud y cobardía. 

Por eso la historia de Colombia y, en especial, su historia deportiva está llena de derrotas y de pequeñas e individuales victorias que han llenado de épica nuestra narrativa de país. Por eso en la memoria colectiva de muchas generaciones sobreviven personajes como Antonio Cervantes Kid Pambelé, Lucho Herrera, Miguel el Happy Lora, Ximena Restrepo, Edgar Rentería, entre tantos otros, hasta los más recientes héroes y heroínas deportivas como Mariana Pajón, María Isabel Urrutia, Caterine Ibargüen y Egan Bernal por mencionar solo algunos. Han sido largas jornadas de ver en vivo y en directo las vías de Europa en las transmisiones de las grandes vueltas de ciclismo. Muchas veces trasnochamos o madrugamos para ver peleas de boxeo o juegos olímpicos y, por supuesto, mundiales de fútbol acompañados de la respectiva llenada del álbum de Panini.

Ahora que estamos en la euforia de la final de la Copa América y precisamente contra Argentina (independiente del resultado que desconozco en el momento de cerrar esta columna) es un momento que me lleva a recordar y reflexionar sobre ese camino de derrotas. Cuenta una crónica de la revista El Gráfico que registró el legendario 5-0 de 1993 y que tituló sobre una portada negra y letras amarillas “Vergüenza” que unos días antes del partido los jugadores de Colombia, después de un entrenamiento, jugaban eso que llamamos “bobito” y todos se divertían a costa del técnico Francisco Maturana quien era el centro de la ronda mientras sus pupilos se pasaban la bola sin dejar que él la tocara. En algún momento Leonel Álvarez, uno de los líderes indiscutibles del equipo, dijo: “Profe ya se parece a Ruggeri, no agarra ni un balón”. Cuenta la crónica que Maturana llamó aparte a Leonel y le recordó que Ruggeri ya se había cansado de dar vueltas olímpicas mientras que nosotros aún no ganábamos nada. Era cierto. Pocos días después derrotábamos a Argentina y ese era el comienzo del fin de una era. Así, al revisar ese pasado futbolero las victorias han sido pocas, pero llenas de sentido y significado. Durante muchos años vivimos del relato de un lejano 4-4 contra la Unión Soviética en el Mundial de Chile 62, en el que además hubo un gol olímpico de Marcos Coll al mejor arquero del mundo de ese momento Lev Yashin conocido como “La araña negra”. No fue ni siquiera una victoria. Vivimos de ese empate dos generaciones hasta que llegó el de Italia 90 con Alemania en el último minuto, con aquel memorable gol de Fredy Rincón. Los ochenta traían muchas derrotas seguidas, entre ellas las tres finales consecutivas de la Copa Libertadores del América de Cali. La tercera quizás fue la que más dolió porque el gol en el último segundo del uruguayo Diego Aguirre sepultó la posibilidad de que una generación conociera la victoria. Willington Ortiz, hasta ese momento el mejor jugador colombiano, dijo “mi generación ya no lo logró”. El escritor caleño Umberto Valverde tituló la crónica de aquel partido en el Estadio Nacional de Chile con los versos del peruano César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé”. 

A veces debemos enfrentar rivales más poderosos y que inevitablemente van a ganar. El sacrificio, la valentía, el coraje y la resistencia nos dejan mejores lecciones que el mismo triunfo. Nos dejan más certezas de nuestra manera de asumir la adversidad. ¿Acaso así no es la vida cada día? ¿No debemos librar pequeñas luchas y batallas en la cotidianidad? Nos aferramos a los triunfos que se convierten en mitos de nuestra identidad. Por generaciones hablaremos sobre qué estábamos haciendo el día del 5-0 a Argentina o de la primera Copa Libertadores del Atlético Nacional en 1989 o del gol de James Rodríguez a Uruguay en Brasil 2014. 

Y es James Rodríguez, el símbolo de esa reciente generación que ha probado la victoria y las derrotas de un tiempo también adverso en la historia del país. Ha jugado una gran Copa América, una década después de haber sido el goleador del Mundial de Brasil y de convertirse en la estrella codiciada de los mejores equipos del mundo. Vinieron las derrotas y los fracasos, la mala prensa y las lesiones. No tuvo el destino que todo un país soñaba para él. Una década después nos hace soñar de nuevo con una generación de futbolistas que representan la fiesta y la diversidad de Colombia. El partido con Uruguay de esta Copa América ya quedará en nuestro imaginario. Jugar una final con el campeón del mundo es el sueño anhelado. En la Copa América de 1987 le ganamos el tercer puesto a la Argentina que jugaba de local y también, como hoy, era campeón del mundo y tenía al mejor jugador del mundo. Barrabás Gómez y J.J. Galeano hicieron los goles colombianos. Ahí empezaba el ascenso del Pibe Valderrama. Maturana ya les había dicho en el camerino “Anulen a Maradona, márquenlo, no le vayan a pedir autógrafos”. Fue una página gloriosa como esta que estamos escribiendo en Estados Unidos. Ya “El chico de las poesías” como bautizó la Conmebol recientemente a James Rodríguez y todo ese maravilloso equipo dirigido por Néstor Lorenzo escribieron a punta de sueños una nueva épica para Colombia porque la poesía siempre hablará de derrotas, pero también, así sean pocas veces, de indelebles victorias.

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