
Stalin decía que una muerte era una tragedia y un millón de muertes eran una estadística. Puede ser que tuviera razón. Estamos presenciando una guerra mundial, luchada por proxis, pero guerra mundial al fin y al cabo, y es probable que, en los miles de muertos que hemos empezado a acumular, veamos la estadística y no la tragedia.
Para este punto, muchos hemos tomado un lado. Apoyamos a uno u otro bando, como se apoyaría un equipo de fútbol, con la misma ligereza y con la tranquilidad de estar tan lejos que no nos van a tocar las bombas y los misiles que caen en Ucrania o el Medio Oriente, preocupados más bien por nuestra violencia local, que también está escalando y que no es un asunto menor.
No nos damos cuenta de que todas las violencias son la misma. Son seres humanos asesinando a otros seres humanos. Pero más allá de eso, lo que compartimos son esas tragedias individuales, porque el dolor de perder un hijo en la guerra es igual para una madre palestina, una israelí, una rusa, una ucraniana, una iraní o una colombiana. Es un dolor inconmensurable y eterno, que resulta a todas luces injusto y estúpido, sin importar de dónde vengan las balas, ni quién tenga la razón.
Al ver las imágenes de la guerra que se desarrolla en Oriente Medio, trato de concentrarme en la tragedia y olvidar la estadística. En cada edificio en ruinas pienso en las personas que vivían allí, en los recuerdos que atesoraban en sus casas, una foto del matrimonio de los abuelos, un vestido para una fiesta que no ocurrió, un dibujo hecho por un niño que ya no está. Junto con sus muebles han perdido su cotidianidad, sus rutinas, sus pequeñas alegrías.
Veo también las fotos de los funerales, y son sorprendentemente similares las de todos los bandos. Las mujeres llorando a las víctimas, que pueden ser niños, hombres, viejos, pero que fueron alcanzados por un misil que impactó en un barrio residencial o una bala de un francotirador en un campo de batalla. Los que han perdido a sus padres o sus madres en la lluvia de bombas que azota las ciudades. Todos abrazan a un ataúd que tiene dentro un ser humano muerto, una vida que ha terminado, a veces incluso al poquísimo tiempo de empezar, porque los niños son parte de este drama y también a ellos los están asesinando.
Los líderes, sin embargo, los que provocan estas masacres, están resguardados y a salvo. Rodeados de esquemas de seguridad, refugiados en búnkeres y bien apertrechados de alimentos y de agua y probablemente junto con sus familias, a quienes por ningún motivo arriesgarían. Me pregunto siempre si duermen tranquilos, en sus camas enormes, mientras condenan a la población (incluso a la suya) a esconderse en refugios antibombas y asilarse en campamentos improvisados donde los mata el hambre y la sed en lugar de los misiles. Me respondo que sí, que duermen en paz, porque para ellos la guerra es un asunto de dinero, de tierras, de poder, incluso de ideología. Un tablero en el que contemplan siempre la estadística y nunca la tragedia.
