
En las últimas dos décadas, la insatisfacción de la población con la política tradicional ha llevado al surgimiento de líderes populistas y/o demagógicos en distintos países de la región. Esos mandatarios, en muchas ocasiones, han logrado poner en jaque las bases de las democracias en donde gobiernan, en nombre del pueblo al que dicen representar. Las reformas que implementan, sin embargo, no necesariamente defienden a ese supuesto pueblo, lo que hacen es aumentar su poder e ir en contra de la democracia, con todos los nefastos efectos que esto conlleva.
Hay distintas formas a través de las cuales esos líderes pueden atacar y, si resultan victoriosos, erosionar una democracia. Una de estas, es debilitando el poder de quienes los limitan y les hacen contrapeso. La más común: acabando con la independencia de la rama judicial. En últimas, los jueces son los que pueden llegar a bloquear de forma más efectiva cualquier abuso de poder. Por esto, si se tienen en el bolsillo, todo va a resultar más fácil de lograr.
El proceso para acabar con la independencia judicial puede ser lento. Se puede realizar a partir de reformas que miradas individualmente no parecen ser una amenaza, pero que en conjunto tienen un resultado nefasto. Como ocurre con la paradoja del hombre calvo. Quitarle un pelo a alguien no lo va a volver calvo, ni resulta una amenaza para que lo sea. No obstante, si esto se repite múltiples veces, sí puede llegar a ocurrir. Ese fue el caso, por poner un ejemplo, de Venezuela. Las reformas se dieron paulatinamente, hasta que se logró que el ejecutivo controlara, entre otros, al poder judicial. Lo grave del asunto lo estamos viendo ahora, más después de que el Tribunal Supremo de Venezuela, en absoluta sumisión frente a Maduro, convalidó el grotesco fraude electoral de este año en ese país.
Otra forma de hacerlo es por medio de una sola estocada. Así, con un solo cambio se aniquila la independencia del poder judicial. Eso es lo que está ocurriendo en México en este momento. AMLO consiguió algo que muchos no creían posible: la aprobación de la “reforma” constitucional al poder judicial; si es que se le puede llamar así, ya que parece ser más un desmembramiento del orden constitucional que otra cosa, utilizando el término que crea Richard Albert, conocido académico en derecho constitucional.
Como muchos expertos lo han mencionado, la reforma no va a corregir ninguno de los problemas que sufre la justicia mexicana. Ni siquiera intenta solucionarlos. Tampoco va a mejorar la situación del ciudadano de a pie frente al sistema judicial. Por el contrario, la reforma incrementa el poder del presidente en México (ya bastante fuerte por tratarse de un sistema presidencialista), rompe la separación de poderes, vulnera (paradójicamente) el debido proceso, vuelve la rama judicial menos eficiente y profesional e incentiva la corrupción, entre otras graves consecuencias.
Y es que lo que se aprobó no es menor. Se decidió que todos los jueces y magistrados, tanto a nivel federal como estatal, sean elegidos por voto popular. En un país como México, donde muchos territorios son controlados por los violentos carteles que se dedican al narcotráfico, no es difícil adivinar quién va a determinar qué personas van a ser jueces en esas zonas. No solo eso: ¿de dónde va a venir la plata para hacer las campañas?, ¿cuántos favores va a deber un juez electo y a quién?, ¿no se afecta el criterio y la imparcialidad de un juez cuando esté buscando su reelección (pues los nombramientos serán por nueve años), al verse tentado a tomar decisiones que lo favorezcan electoralmente pero que no sean correctas desde un punto de vista jurídico?
Por otro lado, la reforma permite la figura de jueces sin rostro, es decir, que a la gente la juzguen anónimos. Esto impide que se pueda recusar a un juez en caso de que exista un conflicto de interés o cuando este no sea independiente. Ese tipo de justicia, que se utilizó acá en Colombia en los 90, fue declarada inconstitucional justamente por violar uno de los derechos humanos y fundamentales más importantes: el debido proceso. Se bajan, además, los requisitos para ser juez; no se exige nada más que ser abogado, lo que afecta la profesionalización y el nivel de preparación de los jueces.
Por temas de espacio no menciono otros efectos negativos del adefesio que se aprobó. Pero solo con esto es claro que la situación en la que se encuentra México es grave y preocupante. Más cuando al parecer no hay mucho por hacer. La Suprema Corte de Justicia de ese país no ha limitado en absoluto los poderes de enmienda constitucional, lo que dificulta que ahora cambie ese precedente y declare, por primera vez, que una reforma a la constitución es inconstitucional. Aunque sería una valiente decisión que protegería la institucionalidad mexicana, puede resultar poco legítima por la forma manipuladora mediante la cual el gobierno ha vendido la reforma a la población.
De este lamentable episodio, la lección más importante que nos debe quedar es lo mucho que debemos valorar tener una corte que ha logrado proteger nuestra Constitución por encima de los intereses de distintos líderes, por más populares que estos sean. Por eso, debemos defenderla ante cualquier ataque que cuestione su existencia o su actuar. Y cuando hablo de ataques, me refiero a eso precisamente, no a las críticas constructivas que se pueda llegar a hacer, las cuales son sanas y necesarias.
