
Domingo de Ramos. Muchos en este país, de mayoría católica, irán a las iglesias a oír al cura aunque no le entiendan ni la mitad de lo que dice. Algunos darán unas pocas monedas y uno que otro billete, creyendo que con eso cumplen con el mandato cristiano de la caridad. Se sienten tan generosos porque compran empanaditas a las señoras de la parroquia a la salida de la misa, pero le tacañean la propina al que les cuida el carro mientras posan de maravillosos seres humanos, bien vestiditos, saludando a los vecinos de los que unos minutos después rajan, y todos terminan mirando ansiosos sus teléfonos celulares que llevan en la mano, y se sumergen en esa adicción que los tienen cada vez más apáticos y ensimismados, en busca de algunas dosis de dopamina. En ese momento, ya nadie recuerda la enseñanza bíblica que traía la lectura del día.
Tranquilos, queridos católicos perfectos. El anterior párrafo, fácilmente puede ser mi descripción. La de ustedes, no. Qué va.
Igual es en las otras iglesias y en las demás religiones. Rogamos perdón por nuestras conductas, pedimos fervorosamente que se nos cumpla una inmensa lista de necesidades, prometemos lo divino y lo humano, deseamos que la paz sea contigo y salimos a enfrentarnos con el que sea. Y por lo que sea. Solo yo tengo razón.
¡Falsos!
La católica, y diría que la mayoría de las demás religiones, está montada sobre la base de una elemental premisa: el amor al prójimo. Nada más lejano de la realidad. En este país, eso es lo que más se predica y lo que menos se cumple. Y no importa que en los otras naciones sea igual o peor, porque —finalmente— es esta tierra la que nos debe importar, aunque nos la pasemos hablando mal de ella y de sus habitantes; hay que ver las redes colombianas menospreciando a sus propios paisanos y al “platanal” donde viven. Donde vivimos.
Falsos. ¡Falsos todos!
El amor al prójimo aquí depende del estrato, la solidaridad se predica de acuerdo con el número de likes que pueda generar, la caridad se practica solo en las esquinas de los semáforos (más por espantar al necesitado que por realmente querer ayudarlo), mientras que en las oficinas y en los colegios y en los cuarteles y claro, también en las iglesias (de todas las creencias) nos repetimos como loros mojados lo maravillosos personas que somos y los terribles seres humanos que son los demás. En los lugares de trabajo, sí que se destruye al prójimo.
Falsos, como una moneda de cuero. Esos es lo que son todos esos. Somos, dirán ustedes.
Falsos, como los ineptos que no han podido cobrarle —en nombre de todos los colombianos— todo lo que nos debe el gran hampón Emilio Tapia, que se robó media Bogotá, y desde la casa-cárcel, volvió e hizo lo mismo con el internet de los pueblos. Le acaban de dar la libertad. Vida triste.
Falsos, como los magistrados que se oponen a que el presidente de la República transmita por todos los canales sus consejos de ministros, privando a los colombianos de un verdadero reality, uno sin libreto, con un ganador definido desde el primer capítulo, con eliminados por convivencia en el acto, con traiciones en vivo y en directo, con confesiones escalofriantes de seguimientos, de denuncias, de espionajes, de odios, de clasismo, de algunas buenas ideas que nunca llegarán a buen puerto, de muchos anuncios, de pocas decisiones, de tres o cuatro horas semanales demostrando que no pudieron mientras culpan a todos de sus errores. ¿Cómo nos van a privar de eso? Deberían castigar a todo el Consejo de Estado obligándolo a ver —uno por uno— todos los capítulos de un reality de esos de los canales privados. Para que vean lo que es bueno.
Falsos, como los de este Gobierno que prometieron el cambio y —al final— terminaron cambiando todo menos lo que debían cambiar. Prometieron meritocracia y hay que ver los nombramientos que se han hecho. Prometieron paz total y el Catatumbo, Arauca y diez partes más siguen padeciendo la eterna guerra que continúa llevándose nuestros niños, nuestros jóvenes, nuestros viejos. Prometieron alejarse del fascismo y el ministro de Salud dice que la patria potestad de los menores de edad es del Estado. ¡Atrévase y verá!
Falsos, porque no cambiaron nada. Las viejas mañanas siguen. Intactas.
Falsos, todos los que saben y conocen y no han denunciado a los miserables que mataron a Sara Millerey, en Bello, en Antioquia, por ser transexual. Primero le partieron las piernas y a renglón seguido le rompieron los brazos, luego la tiraron a una maloliente cañada y después impidieron que algunos vecinos la ayudaran. Son tan falsos que ni los millones que ofrecen las autoridades por su denuncia han surtido efecto. Son más falsos que todos los que han escrito que Sara era ladrona y mil cosas más y que por eso, ¡Viva la limpieza social!
Son más falsos que los asesinos, que hoy, Domingo de Ramos, irán con sus familias a la iglesia a escuchar el relato de la pasión de Jesús según el Evangelio, pedirán perdón por sus pecados (sexto mandamiento: No matarás), comulgarán y luego se irán a casa —sintiéndose purificados por completo— llevando el ramito bendecido para ponerlo tras la puerta. Y mañana, salir a matar.
Falsos, realmente no. Cobardes asesinos, eso es lo que son.
