
“Educar es un acto de esperanza. Es apostar al futuro”
(Papa Francisco, lanzamiento del Pacto Educativo Global)
Una de las noticias más relevantes en los últimos días ha sido el fallecimiento del papa Francisco. Su legado educativo trasciende lo religioso. Fue un llamado a educar con amor, esperanza y responsabilidad, pensando siempre en construir un futuro más justo, humano e incluyente.
A lo largo de su pontificado, insistió en que educar no es solo formar profesionales, sino personas comprometidas con el cuidado del otro, con la paz y con la vida. No propuso una reforma técnica, sino una verdadera revolución educativa basada en el encuentro, la solidaridad y la responsabilidad compartida. Francisco entendía que la educación va más allá de las aulas. Es una tarea que compromete a toda la sociedad. Impulsó el Pacto Educativo Global, una iniciativa que convocó a familias, comunidades, escuelas, universidades, gobiernos, religiones, medios, científicos, artistas y deportistas. Los invitó a renovar el compromiso de educar. Buscó reavivar la pasión por una educación abierta, incluyente y basada en la escucha, el diálogo y la comprensión mutua.
Un ejemplo conmovedor de esa visión ocurrió en 2015, durante un encuentro con estudiantes y profesores de colegios jesuitas en Roma. Un niño refugiado le preguntó: “¿Por qué tantas personas no quieren a los migrantes?”. El papa, conmovido, dejó a un lado el guion que tenía preparado y respondió: “El que cierra las puertas a los migrantes cierra las puertas al corazón humano”. Y añadió que el verdadero sentido de la educación era enseñar a acoger, no a excluir. Ese gesto espontáneo, lleno de empatía y claridad, resumió su forma de educar: con palabras que abrazan y acciones que enseñan.
No es casual que ese encuentro haya tenido lugar en una institución jesuita. Como miembro de la Compañía de Jesús, Francisco heredó una profunda tradición pedagógica centrada en la formación integral, el discernimiento, la búsqueda del bien común y el compromiso con los más vulnerables. Para los jesuitas, educar es una forma de servir, que contribuye a la transformación del mundo. Esa convicción marcó cada etapa de su vida. Su concepción de la educación nacía de la espiritualidad ignaciana. Se trata de una pedagogía del corazón, del servicio y de la conciencia crítica. Su trayectoria académica fue fiel a estos principios, que puso en práctica como profesor de literatura y psicología. Borges fue uno de sus autores favoritos, porque —como él mismo decía— “nos hace pensar”.
En 2019, cuando lanzó el Pacto Educativo Global, propuso siete caminos. El primero: poner a la persona en el centro del proceso, respetando su identidad y garantizando una formación integral, sin discriminación. El segundo: escuchar activamente a niños, niñas y jóvenes, reconociéndolos como protagonistas de su propio aprendizaje. No se trata de que ellos se adapten a la escuela, sino de que las escuelas se transformen para acogerlos plenamente. El tercero: promover a la mujer. Fue firme al exigir su inclusión real en espacios de decisión, la protección de su dignidad y la erradicación de toda forma de violencia en su contra. El cuarto: responsabilizar a la familia. Francisco reivindicó el lugar de las familias como el primer espacio educativo, y pidió crear políticas que las fortalezcan, sobre todo cuando son vulnerables. El quinto: abrirse a la acogida. La solidaridad con los más frágiles fue un eje de su pensamiento. Nos invitó a formar para el encuentro, respetando la diversidad cultural, social y religiosa. El sexto: renovar la economía y la política. Quizá este sea uno de los compromisos más complejos. Invitó a estudiar y promover nuevas formas de entender la economía, la política, el desarrollo y el progreso, al servicio del ser humano, desde la perspectiva de una ecología integral. Y, por último, educar para cuidar la casa común: adoptar estilos de vida sostenibles, proteger los recursos naturales y asumir una responsabilidad ética con las futuras generaciones.
La herencia educativa del papa Francisco es, ante todo, una invitación a creer que un mundo mejor sí es posible si nos atrevemos a educar desde el amor, la justicia y la solidaridad. Si comprendemos que todos —no solo los maestros— somos responsables de acoger, acompañar y formar a las nuevas generaciones. Francisco deja el testimonio de un educador que no enseñó desde el poder, sino desde la ternura. Su legado interpela a todos: educar no es un deber reservado a unos pocos, sino un compromiso colectivo para hacer posible un mundo donde la dignidad, la justicia y el cuidado sean el centro.
Posdata. Nuevamente dos hechos llaman a la reflexión en la Universidad Nacional. El primero: el pasado domingo se realizaron los exámenes de admisión. Se registró una de las cifras más bajas de inscritos en los últimos años. En 2019, más de 82.000 aspirantes se presentaron para el primer semestre, y 39.844 para el segundo. En 2025, apenas 39.528 lo hicieron para el primer semestre y solo 25.167 para el segundo. La caída es dramática. Considero que la explicación no es únicamente demográfica. Hay otras causas que deben llamarnos a la reflexión. ¿Estamos respondiendo a las expectativas de la juventud y de la sociedad colombiana? Creo que no.
La segunda: las directivas de la sede Bogotá decidieron acoger a la Minga Indígena Nacional en el campus. Según el comunicado oficial, “se registra un aforo de 16.000 mingueros y mingueras que representan la totalidad de los 115 pueblos indígenas de la nación colombiana”. ¿Está preparada la universidad para recibir en condiciones dignas a este número de personas, cuando el acuerdo inicial era albergar a 4.000? En mis muchos años en la Universidad, pocas veces la he visto tan polarizada. Un campo de confrontación política. ¡Que los ánimos se calmen y los derechos se garanticen!
