Jaime Honorio González
9 Febrero 2025 03:02 am

Jaime Honorio González

Gente sin importancia

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A mí me da rabia que en seis horas de consejo de ministros, citado para hablar de los decretos que buscaban solucionar algo de la guerra sin cuartel que se vive en el Catatumbo (y que vamos perdiendo, hay que decirlo), solo le hayan dedicado a ese tema apenas unos pocos minutos. Y mal dedicados, para colmo.

En cambio, se gastaron todo el resto del tiempo disertando y disertando y también publicando —en vivo y en directo— las miserias de un equipo de trabajo que no está fracturado. Lo que está es enfrentado, que es peor. Y del que ahora hemos venido viendo cómo entre ellos ya se toleran un poco más, aguantándose, soportándose, compartiendo Gobierno mientras esperan el momento oportuno para clavarse el puñal al menor descuido. O en la siguiente oportunidad. O en el teleconsejo de la próxima semana.

Lo cual, sea dicho, no me molestaría. Que se destruyan entre ellos si eso es lo que quieren, que se inmolen, que no se resistan el uno al otro, que no compartan la mesa (pero el Gobierno sí, por lo visto, porque ahí veo que la mesa se sigue compartiendo), que se deseen tener cargos de menor importancia, que se revelen que se vienen espiando desde antes de empezar este cuatrienio, que se denuncien en la Fiscalía entre ellos mismos, que se declaren el amor mientras se hacen la guerra. Ya no me importa.

Tampoco me importa que una joven mujer sin experiencia ni hoja de vida ni nada haya irrespetado a la vicepresidenta de la República, también sin experiencia ni hoja de vida ni nada, en medio de una pelea de un grupo contra otro por cuenta de un jefe de Despacho ese sí con experiencia, con hoja de vida y con todo, incluido un extenso prontuario, al que hay que apuntar en el último renglón el llamado a juicio por la Corte Suprema de Justicia por el delito de tráfico de influencias.

Toda es gente tan importante, pero a mí ya no me importa.

Que se acaben entre ellos, que sigan mostrando sus ruindades en horario triple A, que sigan diciendo pendejadas, que sigan renunciando, que se sigan atornillando. Que hagan lo que quieran. Al fin y al cabo, ya mostraron que este Gobierno tampoco fue. Que los colombianos seguimos al garete, tal como venimos hace rato, especialmente los que viven en el campo, en las zonas rurales, en las montañas, en las lejanías, en las fronteras, donde no hay país, no hay Estado (así lo dijo el propio ministro de Defensa en los dos minutos que pudo hablar), no hay sociedad, no hay libertad y mucho menos orden, no hay Colombia, no hay nada, de nada, para nada, por nada.

Y les voy a decir por qué no me importa. Es porque un colega me mandó un video de 29 segundos sobre el Catatumbo. Y me quedé helado. Yo, que he visto tantos. Al fin y al cabo, a eso me he dedicado gran parte de mi vida profesional, a hacer noticias en televisión, viendo toda clase de videos con contenido informativo, y también sin eso. Pero éste me dolió en el alma.

Alguien, con un celular en la mano, está refugiado en una pared de algún lado convertida en búnker artesanal, tal vez un metro de alto por dos de ancho, donde también yacen cuatro niños y dos niñas, calculo el mayor de diez años y el menor de cinco. Pienso en mis hijos. Y Ustedes, ojalá hagan lo mismo.

Los niños visten la sudadera del colegio, se ven realmente aterrorizados, no asustados, aterrados por completo. El más grande, jugando a ser el más grande, apenas levanta la cabeza y la echa para atrás. A su lado está sentada una preciosura de tez blanca y trenzas largas, con los ojos llorosos, meneando su cabecita suavemente de lado a lado, como preguntándose por qué carajos le pasa eso, a ella que es una alma de Dios, a ella que es una niña indefensa, a ella que no le ha hecho mal a nadie. Pienso en las hijas de mis amigos.

La cámara sigue girando de izquierda a derecha y, de repente, en toda la esquina, está el más pequeño del infortunado grupo, bien acurrucado, apretando sus manos contra las rodillas, atajando su miedo, lívido, petrificado y en absoluto silencio. De pronto, las descargas de los fusiles suenan muy duro, como si estuvieran sobre ellos, todos contienen la respiración, miran a ningún lado y al final, sollozan y el sonido resulta ensordecedor. Finalmente respiran. Afuera están enfrentándose el Ejército con el ELN.

No, no es un videojuego ni es la televisión en vivo, como la del consejo de ministros, no. Es la vida real, la de ellos, la de esos seis pequeñines que están muertos del susto. Literalmente hablando. Y no están en el recreo jugando a las escondidas: están escondidos para evitar que los maten, ahí, en esa guerra que ellos no iniciaron mientras rezan para que su mamita venga a abrazarlos y empiezan a acostumbrarse al mundo que les tocó vivir, como si estuvieran en Gaza o en Siria o en Ucrania. Les diré dónde están: están en Colombia, en el departamento de Norte de Santander, en el municipio de Lourdes, en la vereda Campo Rico, donde ninguno de ustedes ha ido. Ni yo tampoco.

La verdad es que por allá nadie va, no porque no haya a qué ir, es porque a nadie le importa ese pedazo de país, allá nadie vota, allá es tierra de nadie. Allá solo hay gente sin importancia. Como esos seis niños, que me tienen destrozada el alma.

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