Juan David Correa
10 Abril 2025 03:04 am

Juan David Correa

Influenciadores radicales, analistas serios y neutrales

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La neutralidad es una condición impracticable en política, y muy discutible en el ejercicio del periodismo. Es posible que quienes trabajen hoy como periodistas en medios de comunicación empresariales, independientes o públicos intenten oponerse como individuos a dogmas políticos, económicos o culturales, y se sientan comprometidos con el bien común, pero es indudable que representan, lo quieran o no, intereses de esos órdenes.

Trabajé durante más de quince años en medios de comunicación empresariales. Empecé mi vida en El Espectador, como reportero, pasé por Cromos, Semana y Arcadia. Cuando comenzaba mi oficio, las redes sociales eran aún frágiles y no se hablaba de este tecnofeudalismo que nos gobierna. Los primeros años de mi carrera como periodista nada tenían que ver con el mundo comercial. Al contrario, había una especie de oposición entre esas dos esferas de poder en los medios: los agentes comerciales invadían las páginas con avisos restándole espacio al trabajo de los reporteros. Cuando llegaba el encargado con una pauta trazada en hojas milimetradas, y uno ya había escrito un artículo de página completa, se sentía una angustia procelosa y una rabia incesante.

Los jefes comerciales, además, eran de un estrato más alto, pues ganaban por comisión, y eso los lucraba cuando entraban nuevos clientes, estatales o privados. Cuando comencé a trabajar en El Espectador había algunas historias de periodistas que habían hecho negocios a cambio de publicar información. En la prensa era menos común que en la televisión, pero era recordado el caso de un comentarista de cine pillado dando estrellas de calificación a las películas, a cambio de un sueldo extra por parte de una conocida distribuidora y exhibidora de cine. En radio, en cambio, la práctica de la payola era mucho más común: las canciones se programaban con más frecuencia a cambio de un pago; los éxitos se engrasaban con dinero. 

Durante algunos años vi entrar plata a raudales a algunos medios. Foros, especiales, pauta del Gobierno, de petroleras, de mineras; viajes exóticos para los periodistas, invitaciones a hoteles de lujo; sobres con dinero como regalos de Navidad; tiquetes y pasajes para ir a partidos del mundial: revistas de más de mil páginas llenas de publicidad, especiales de belleza, el lujo eterno que vendía el paraíso del consumo. Relojes, diamantes, perfumes, adornaban las páginas de Especiales dedicados a regiones del país que pagaban las gobernaciones, alcaldías y el Gobierno nacional. Todo ese entramado estaba dentro de las redacciones y, poco a poco, cuando los medios comenzaron a sentir que los viejos buenos tiempos del neoliberalismo hacían agua, comenzaron a venderse a empresarios: de las familias políticas, los medios pasaron a manos de los banqueros y los empresarios. Antes de que todo se consumara, se habían creado unidades de ‘negocios especiales’, y el content, o contenido pago, se hizo frecuente. Lo editorial podía venderse. Yo mismo, como director de un medio, conseguí dinero y negocié Especiales para poder hacer la revista que hacíamos. Siempre me guardé de diferenciar en las páginas editoriales lo que era contenido pago, de lo editorial. Sin embargo, entendía que todo ese mundo que había invadido sin remedio la deontología del oficio, y que estaba siendo capturado de manera irremediable por el neoliberalismo, iba a tener un límite o el abismo. Entonces ya no hubo medios en manos de gente que viniera del periodismo. Y muchos periodistas tuvieron que aceptar cuáles eran los negocios de sus dueños para dejar de investigar, sobre todo, al capital financiero: los días cuando El Espectador se volvió pertinaz y fue castigado con bloqueos económicos que comenzaron a llevarlo a la quiebra y a la posterior venta, por sus investigaciones al Grupo Grancolombiano, habían predicho la catástrofe. Los medios se convirtieron, en su mayoría, en cajas de resonancia de sus nuevos dueños o en lugares donde se seguía intentando producir información contra la clase política —o a favor de ella—, y la corrupción, pero lejanos de la vida pública y la ética de las relaciones peligrosas entre empresarios y violencia en el país, salvo contadas y honrosas excepciones.

Por eso, esta semana no he dejado de pensar en la nota que publicó el diario El Espectador sobre los influenciadores “pagos”, a quienes llamó “tropa” y perfiló, usando un recurso que se volvió costumbre, y es la disposición de rostros de los protagonistas del texto como una pieza de acusación penal o delictiva: un organigrama de malhechores. El artículo anuncia que se han invertido más de 700 millones de pesos en lo que va de 2025 para defender la narrativa de la consulta popular. Y aunque muchos de los mencionados son personas que no se presentan como periodistas, y demostraron no haber cobrado un peso por escribir y decir lo que piensan, o estar contratados por alguna institución del Estado, el medio se negó a abrir un debate sobre una pieza que, como lo mostraron muchos periodistas, hoy creadores de los verdaderos medios independientes del país, no aguanta un análisis profesional: una elucubración débil, poco seria, peor investigada y altamente peligrosa para quienes terminaron como carne de cañón de un régimen que no existe, a pesar de los yerros.    

Yo recuerdo que antes, cuando las redes no eran lo que son hoy, se contrataba a periodistas que habían trabajado en los mismos medios y que habían creado empresas para defender la acción de los gobiernos de turno. Muchos siguen hoy en los medios, se convirtieron en lobistas empresariales, y tienen verdaderas fortunas por defender causas discutibles o francamente ilegales: negocios como el gas, las bananeras, las gaseosas, la energía y grupos multinacionales de explotación minera, entre muchos otros, terminaron siendo instrumentalizados por estas oficinas a cargo de personas que hoy siguen apareciendo como expertos en los medios, sin que nadie se ruborice. Se los llama “expertos en crisis”. Nadie los investiga.   
 
Se argüirá que repetir prácticas que se habían criticado en el pasado, en medio de un gobierno progresista, es un error. En este caso, sin embargo, hablamos de comunicación, y quien entienda de política sabe bien que ese es el territorio en disputa. Lo cual, por supuesto, no tiene nada de malo: todos los medios tienen y defienden una ideología. No obstante, en los gobiernos anteriores, a los medios alternativos se los castigaba. A los periodistas se los perfilaba: muchos debieron salir amenazados del país, otros fueron asesinados. Mientras que en este no. ¿Hoy algún medio hegemónico puede decir que no tiene pauta estatal? ¿Es necesario que las ‘empresas’ que hagan la comunicación sean de una sola manera? ¿El mundo no se transformó y no hay una nueva lógica en la acción comunicativa? Se me dirá que los impuestos son de todos: antes también, y con ellos sembraron el terror para unos y la abundancia para otros. Incluyendo a periodistas valientes que se opusieron a la obsecuencia de los poderosos, siendo parte de la élite, como ocurrió con esta revista cuando la cerraron hace más de quince años. Era de otros dueños, por supuesto. Pero sus investigaciones se dirigían hacia quien no convenía. Eran los días del Agro Ingreso Seguro.    

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