David Colmenares
22 Mayo 2025 09:05 am

David Colmenares

La bondad no es un favor

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

“You can choose from phantom fears and kindness that can kill
I will choose a path that's clear, I will choose Freewill”


Rush – Freewill (la mejor banda de la historia —y no lo voy a discutir)

Mi mamá es canadiense. Se crio en tres países, hija de migrantes, nieta de migrantes. Una mujer moldeada por el tránsito, por la adaptación, por el contraste.

A comienzos de los años 80 solíamos visitar a mis abuelos que vivían en Estados Unidos. En uno de esos viajes, mientras conducía con mi papá por una carretera cubierta de hielo, el carro patinó y se estrelló de frente contra un camión. Sobrevivieron. Ella tuvo una fractura, sacudones físicos y emocionales.

Tiempo después, al contar el accidente, siempre volvía a una escena en particular. No era el golpe. No era el hospital. Era lo que pasó justo después.

Mi mamá recordaba cómo, apenas recuperó la conciencia tras el impacto, miró por el espejo retrovisor y vio al camionero corriendo hacia ella.

Pensó: me va a echar la culpa, me va a decir “vieja bruta”.

Cuando él abrió con dificultad la puerta del carro y, con la voz quebrada, le preguntó:

—¿Está bien?
ella se echó a llorar.

Lloró no solo por el susto, sino por algo más profundo: se dio cuenta de que había pasado demasiado tiempo en una sociedad que nos entrena para esperar lo peor del otro.

Eso, le dolió más que la costilla rota.

Con el tiempo entendí lo que ella quiso decir: que la bondad, cuando aparece, desarma.
No porque sea débil, sino porque interrumpe una lógica entera: la de vivir a la defensiva, la de tener que ganar, la de buscar al culpable antes de cuidar al herido.

Y que, a veces, basta una zancada compasiva para desarticular el miedo.

Vivimos en una sociedad en la que la bondad despierta sospechas. Si alguien hace algo bueno sin pedir nada a cambio, enseguida se duda de sus intenciones.

¿Qué querrá? ¿Qué estará buscando? ¡De eso tan bueno no dan tanto!

Me ha sucedido al decirle a alguien “qué bonita está su camisa” y ver cómo, en vez de sonreír, la miran inquietos, como si hubiera algo mal, como si esperaran una crítica disfrazada.
En vez de agradecer los gestos, los auditamos.

Nos volvimos expertos en anticipar trampas y novatos en reconocer actos genuinos.
Porque nos entrenaron para competir, no para cuidar. Para juzgar, no para acompañar.
En la política, en la empresa, incluso en lo afectivo, hemos confundido la bondad con debilidad. Pero la bondad verdadera no es blanda ni ingenua: es una inteligencia que ve al otro, una ética que no grita, pero sostiene.

Una fuerza tan silenciosa como imparable.

Una fuerza silenciosa que no busca reconocimiento, pero transforma todo lo que toca.
Un estudio de Harvard Business Review (HBR) lo pone en palabras simples: “Kindness is good business”.

No por cursilería, sino porque la empatía, el respeto y el cuidado generan vínculos reales, bajan los niveles de rotación y aumentan la confianza.

Pero lo más poderoso no es lo que produce en los otros, sino lo que despierta en uno mismo: sentido. Pertinencia. Propósito.

Creo en el otro, en el sueño compartido, me convierto y pertenezco.

Y sin embargo… somos contradictorios.

Analfabetos en bondad, pero con fogonazos de humanidad cuando más se necesita.

Basta una tragedia —de las que vienen con agua, fuego o viento, no una más tejida con egos de madrugada y viajes de última hora— para que recordemos lo que somos.

Ahí están las inundaciones en Rio Grande do Sul y Bahía Blanca, los incendios en Bogotá, los huracanes (tantos ya) en Acapulco. Y en todas, como reflejo, la urgencia de ayudar.

No importan los títulos, los partidos, ni los algoritmos. Aparece algo más antiguo y más hondo: el impulso de estar ahí para el otro.

Y sin embargo… incluso cuando parece que la bondad nos une, no siempre sale ilesa.
Hay momentos en los que se contamina, se negocia, se desvía. Porque también algunos aprendieron a instrumentalizar la solidaridad, a usarla como excusa o como escudo.

Durante la Guerra de las Malvinas (sí, las Malvinas, que son argentinas), hubo en el país una campaña masiva para enviar donaciones a los soldados en el frente: chocolates, cartas, ropa de abrigo. Sin embargo, muchas de esas donaciones nunca llegaron a destino.

Una historia quedó grabada en la memoria colectiva: la de Gustavo Vidal, un niño de siete años que envió un chocolate con una carta. Meses después, ese mismo chocolate apareció a la venta en un kiosco de Comodoro Rivadavia, con la carta aún adentro.

Lo que empezó como un gesto humano se volvió mercancía. Lo que era cuidado, se volvió cinismo.

Esa historia —como tantas otras que podríamos contar— no es solo una anécdota. Es un espejo.

Porque nos recuerda que la bondad no siempre tiene final feliz. Que no basta con tener buenas intenciones. Que también hay que cuidar el camino.

Y que hay quienes, en nombre de lo bueno, terminan haciendo daño. O haciéndoselo a los demás. O usándolo para validarse.

Porque cuando la bondad se vuelve marketing, se diluye. Y cuando se vuelve estrategia, se pierde.

Si tuviera la oportunidad de mandarle un chocolate con una carta a un soldado en el frente, lo haría una y otra vez. Porque ahí, la bondad —como siempre— se fortalece con el deber ser.
Y lo mismo haría en cualquier lugar del mundo, no solo en mi país.

 Como capitán, profesional oficial de la reserva, de la Policía Nacional, lo digo con claridad: cada vez que pueda tender una mano, una palabra o un gesto a quienes sirven con honor, lo haré.

Porque en el servicio verdadero, la bondad no estorba. Es la raíz del valor.

La bondad no siempre gana. A veces es invisible, a veces incómoda, a veces incluso ingenua. Pero eso no le quita valor.

Porque la bondad no se practica para que funcione. Se practica porque es lo correcto.

Porque no es una táctica. Es una forma de estar.

Y deberíamos hablar más de eso. No solo en los discursos de ocasión o en frases llenas de unicornios y estrellas de los lunes, sino en los sistemas de reconocimiento, en los ascensos, en los liderazgos visibles y en los vínculos cotidianos.

¿Desde cuándo nos convencieron de que el éxito requiere desparpajo, dureza y ese tono engolado que pretende imponerse más por presencia que por criterio?

¿Desde cuándo dejamos de admirar a quienes ayudan en silencio y empezamos a aplaudir al que maltrata o excluye desde arriba, de jefes que aún piensan que su lugar es en la punta de la mesa?

Liderar no es imponer. Y ser firme no implica arrasar.

Como lo dice HBR, las culturas organizacionales basadas en el respeto y el cuidado no solo retienen mejor a su gente: también innovan más, fallan menos y corrigen más rápido. La bondad no está en contra del negocio. Está en contra del daño.

Y por eso importa. En todo.

Importa en un momento tenso. En un error del otro. En cómo corregimos y felicitamos. En si tenemos tiempo para escuchar o solo para exigir.

Importa en las ciudades que habitamos, en los algoritmos que consumimos, en los modelos que elegimos seguir.

Importa con nuestra pareja: en los gestos cotidianos, en la presencia cuando el otro flaquea. Como escribió Gabriel García Márquez: “El amor se hace más grande y noble en la calamidad.”

Importa también porque somos más de ocho mil millones de personas —cada una librando su propia batalla, con lo que puede, como puede—.

Y nunca sabemos qué está atravesando el otro.

Quienes hemos estado rotos lo sabemos bien: después de romperse, uno empieza a mirar distinto.

Y a veces, desde esa mirada, lo único que nace es el deseo profundo de no causar más daño.
Ser buenos no es un favor que le hacemos al mundo. Es un acto de compromiso con algo mayor que nosotros.

Y si en el camino alguien se burla, o se aprovecha, o desvía el chocolate… igual vale la pena.
Porque, al final, la bondad no es debilidad. Es dignidad.

Y aunque cueste, aunque incomode, aunque a veces duela:

yo quiero seguir eligiéndola.

Porque la bondad no siempre cambia el mundo. Pero existe la altísima posibilidad de que cambie a alguien. Y con eso, a veces, y también, de sobra basta.
Un paso a la vez. Un ser a la vez. Un día a la vez. Solo por hoy.
 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas