“¿Cuándo muere un imperio? ¿Colapsa en un instante terrible? No, no. Pero llega un momento en el que su gente deja de creer en él”. Así empieza Megalópolis, la última película de Francis Ford Coppola, que ha sido un rotundo fracaso en el cine, pero que tiene ―para quienes quieren leerlo― un mensaje tremendo sobre los tiempos que se avecinan en la era Trump.
En esta épica futurista el imperio de Estados Unidos colapsa lentamente, producto de la ambición, la mentira, la corrupción, el dinero y la hipocresía. ¿Suena parecido a la realidad? Un pelele millonario y mediocre incita a las masas con mentiras. Un alcalde busca atornillarse en su papel de dirigente y le teme a la innovación y al riesgo, así impliquen una vida mejor. Una periodista se casa con el poder económico, y mientras todo eso ocurre, los pobres están desesperados y los ricos siguen alimentando sus vanidades en bacanales cada vez más excesivas. ¿Algo de eso nos parece cierto?
Hay quienes culpan a Biden por no haber renunciado a tiempo a su candidatura. Otros señalan a Musk y su poder infinito como el artífice del resultado de las elecciones. La falta de educación de los votantes, la injerencia del poder económico que busca una tajada, los diferentes actores en las diferentes guerras que quisieran que Estados Unidos los apoyara o mirara hacia otro lado cuando cometen atrocidades… Todos se culpan los unos a los otros y lo cierto es que la responsabilidad recae justamente en todos. En las pequeñas o grandes ambiciones personales de las élites, en los pequeños o grandes sueños de los desposeídos, en la ignorancia, la vulnerabilidad y el miedo de los unos y de los otros.
Cuando Gibbon escribió Auge y caída del imperio romano no solo hablaba de los emperadores de esas épocas remotas, sino que daba una especie de manual para entender cómo es que todos los imperios, sí, incluido los Estados Unidos, terminan por erosionarse y caer.
Coppola llevaba muchos años buscando que los estudios le financiaran su película, y finalmente el viejo, empecinado en hacerse escuchar, vendió sus viñedos, se arruinó y terminó haciendo una cinta kitsch, un poco chiflada e inconexa, pero con un fondo real que resulta premonitorio y aterrador.
Si bien su “fábula”, como él la llama, tiene un final feliz, los tiempos que corren no auguran nada bueno. El mismo director dijo en Cannes: “Lo que pasa en Estados Unidos, en nuestra democracia, es exactamente como perdió Roma su república años atrás”. Tiene razón. Lo que viene no será una debacle instantánea sino un desmoronamiento lento y doloroso de un país que se enorgullecía de sus valores democráticos. Pero no todo está perdido. Coppola se ve feliz con su película, así haya sido un desastre financiero, y cuando le pidieron que explicara su alegría, dijo: “No son los políticos los que van a darnos una respuesta. Creo que son los artistas. El papel del artista es el de iluminar la vida contemporánea, servir de faro”. En esto también tiene razón. Nos queda entonces el arte: el cine, la música, la literatura, para explicarnos a nosotros mismos y como testimonios perennes de lo que ocurrió. Justo como en el imperio romano.