
¿Por qué es malo que haya billonarios en el mundo? Es la pregunta que me hizo un paciente lector a raíz de la lista del club de billonarios que comenté la semana pasada. ¿Qué daño hacen esas personas que han amasado inmensas fortunas, creando empleo y desarrollando innovaciones tecnológicas?
El problema no es que haya billonarios, sino que sean muy pocos y que concentren una tajada tan grande de la riqueza mundial (los 3.023 billonarios poseen tanta riqueza como 4.800 millones de personas). En otras palabras, el problema es la enorme desigualdad en la distribución de la riqueza.
Desigualdad y crecimiento económico
La relación entre crecimiento económico y desigualdad fue uno de los debates más intensos en los círculos académicos hace muchos años. Durante un tiempo predominó la teoría de que para crecer había que permitir una mayor concentración de la riqueza en manos de los capitalistas, porque estos eran los que iban a invertir. En Colombia, esta doctrina se conoció con el nombre de ‘desarrollismo’, claro precursor del neoliberalismo actual, y su exponente más claro fue Álvaro Gómez. Su postulado central era que primero había que crecer la torta para luego repartirla.
La experiencia de muchos países y la misma teoría económica han demostrado que esta es una concepción equivocada que ha sido utilizada por la derecha para aplazar y diferir las transformaciones sociales. Las consecuencias negativas de la desigualdad sobre la economía y el crecimiento son bien conocidas y han sido muy analizadas, sobre todo en las dos últimas décadas. Los trabajos de economistas como J. Stiglitz o T. Piketty, para no citar sino dos de los muchos que han contribuido al debate, han propiciado un amplio consenso entre los economistas en reconocer que la concentración del ingreso y la riqueza son un obstáculo para el crecimiento económico.
Son un obstáculo porque limitan la competencia y la entrada de nuevas empresas, porque no permiten el desarrollo del mercado interno y cortan una importante fuente de expansión de la demanda: porque reducen la tasa de ahorro y la inversión en capital humano; porque limitan las posibilidades de capacitación de los pobres perpetuando la desigualdad de oportunidades; porque restringen el aumento de la productividad; y porque producen tensiones sociales que propician la violencia y la inseguridad que espantan a los inversionistas.
La gran crisis financiera de 2008 llevó a las calles el debate sobre la concentración de la riqueza en el 1 por ciento más rico de la sociedad y propagó un movimiento de indignados alrededor del mundo. Lo paradójico es que se ha demostrado que una de las causas de esa gran crisis financiera fue, precisamente, la creciente desigualdad en la distribución de los ingresos y en el acceso a la educación y la salud en los Estados Unidos.
La captura del Estado por los billonarios
En el campo de la política, también es amplio el consenso sobre el daño que hace al funcionamiento del sistema democrático esta concentración del poder económico. John Rawls, el gran filósofo del liberalismo político del siglo pasado, lo resumió así: “Aunque pueda parecer que los derechos y las libertades básicos de los ciudadanos son iguales -todos tiene derecho a votar, a optar a cargos públicos, a participar en la política partidaria, etc,- las desigualdades sociales y económicas son tan grandes que los que tienen mayor riqueza normalmente controlan la vida política, promulgan las leyes y aplican políticas sociales que promueven sus intereses”.
El problema con los billonarios es que después de consolidar sus enormes fortunas buscan extender su poder al ámbito político: financian campañas electorales, controlan los medios de comunicación –y ahora las redes sociales–, de manera que ejercen presión sobre los gobiernos y los congresos, o participan directamente en ellos, asegurando que las políticas económicas favorezcan sus intereses particulares en contra del bien común.
Ejemplos de esta captura del Estado, que se ha hecho más extendida desde las últimas décadas del siglo pasado, son las políticas adoptadas en muchos países de reducción de impuestos, privatización de servicios públicos, desregulación de industrias contaminantes o financieras, o flexibilización laboral. Peor aún, cuando algunos billonarios obtienen que sus industrias queden exentas de medidas generales, como es el caso de los aranceles a teléfonos y computadores importados de China.
La consecuencia no solo es la erosión del sistema democrático y de su principio básico de cada persona un voto sino, más grave aún, la deslegitimación de la misma democracia: cuando los ciudadanos perciben que la política es controlada por los megaricos, cuando se hace evidente que en estas democracias todos somos iguales pero hay unos más iguales que otros, crece la apatía política y pierden credibilidad las instituciones. Es el terreno propicio para el surgimiento de populismos y caudillos autocráticos, pero también se producen explosiones de protesta social que ponen en peligro la democracia.
La mayor participación de los billonarios en la política se está dando en el actual gobierno de los Estados Unidos, por el gran número que están participando directamente en posiciones claves en la administración, por la forma como han puesto los medios y redes de su propiedad al servicio del gobierno y por la orientación que están dando a las políticas públicas. Esos billonarios son una amenaza para la democracia.
