
Había una vez una casa hermosa. Con ático y jardín y acceso a un río delgado que se congelaba en el invierno. La casa tenía techos altos y estaba hecha con ladrillos pulidos y maderas finas. La dirección se la inventaron: el 88 de la calle Legionow, en Polonia. Se la inventó Rudolf Höss, que se la arrebató al dueño original y la convirtió en su residencia familiar y quiso, con ese número nefasto, homenajear a su jefe, Adolf Hitler.
Aquella casa, colindante con el campo de concentración de Auschwitz, volvió a la fama gracias a la película Zona de interés. Durante años, sin embargo, había pertenecido a una mujer que crio allí a sus hijos, ajena al tráfico de turistas y a los infames recuerdos que traía la propiedad. Hace pocos meses, la mujer decidió vender su casa a una ONG llamada Proyecto Contra el Extremismo, que abrió sus puertas esta semana para conmemorar los 75 años de la liberación de Auschwitz no como un museo para recrear la vida del criminal nazi, sino convertida en un centro de investigación contra el odio, el extremismo y la radicalización.
A la ceremonia anual del día de la liberación asistieron los pocos sobrevivientes que todavía están en capacidad de hacer el viaje, para dar testimonio del horror de este lugar, y para advertir que el peligro de repetir la historia está vigente. “La guerra y el caos pueden aparecer en cualquier momento ―dijo una de las sobrevivientes―. No hay tal cosa como el ‘nunca más’”. Y tiene razón.
Justamente hace pocos días, políticos de derecha en Alemania se reunieron en una videoconferencia con Elon Musk. La consigna del rally fue que no podían sentirse culpables por los crímenes nazis que cometieron sus abuelos y que su responsabilidad era la “grandeza de Alemania”, un discurso tristemente familiar.
Por todas partes hay brotes de odio y también de populismo (de izquierda o de derecha, al final da lo mismo). El mundo está girando hacia una radicalización que abomina contra los inmigrantes, que promueve la “purificación” de su país o de su región y que mira al otro con suspicacia. De nuevo han estallado guerras por control de territorios, y otra vez los líderes mundiales se encuentran barajando las cartas para proponer un nuevo orden. Por todas partes, los partidos populistas dicen lo que la gente quiere escuchar y con cantos de sirena y promesas de riqueza y estabilidad atraen a sus votantes, muchos de los cuales ignoran, o simplemente olvidan, que ya en los años treinta hubo una promesa similar que desembocó en un guerra tremenda y en un Holocausto en el que murieron más de seis millones de inocentes.
Aquella casa terrible, en la que vivió tan tranquila la familia Höss, es un recordatorio cotidiano de que podemos estar cerca, tal vez al otro lado de un muro, y escoger no mirar lo que ocurre adentro. Podemos ignorar el daño que se le infringe al otro, contentándonos porque no somos nosotros las víctimas y tal vez porque, a costa del otro, nosotros tenemos más. Pero olvidamos que el hombre no es una isla, sino un continente, y cuando una parte de la humanidad sufre, tarde o temprano, todos acabaremos sufriendo.
