Daniel Schwartz
25 Enero 2023

Daniel Schwartz

La chica de las trenzas

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Hace unos días fue tendencia en Twitter una chica blanca que se hizo trenzas en la playa. Algunas mujeres negras consideraron que la chica estaba robando su cultura. También la criticaron y ridiculizaron en las redes algunos blancos y mestizos cuyo principal compromiso en la vida consiste en defender la cultura de los demás y opinar sobre todos los debates del mundo. Pensé en el nuevo paradigma que estamos construyendo, en la sociedad gregaria y atomizada que nos está tocando vivir, donde la gente solo puede hablar de lo que cree que le pertenece y lo identifica. Pero a uno solo le pertenece su vida y no un corte de pelo, una prenda o una forma de hablar.

Recordé La vuelta a la historia en cincuenta frases, un libro que me regalaron mis padres cuando comenzó a interesarme la historia. Es un libro ameno e instructivo sobre las grandes frases que moldearon o ejemplifican el espíritu de una época. Una de las primeras frases del libro es también uno de los primeros aforismos de la filosofía: “Conócete a ti mismo”. Según el diálogo Protágoras de Platón, fue la sentencia que los Siete Sabios dieron al dios Apolo, una primicia sobre el autoconocimiento y la reflexión. “Conócete a ti mismo” es el deber fundamental que tiene el individuo de comprender, estudiar y aceptar su propia alma, o su ser, o como sea. Hoy es tendencia eso de conocerse a sí mismo, pero pienso que muchos -me incluyo- se quedan en la superficie. Creemos que para conocernos tenemos que definirnos, y nos definimos según lo que sentimos: eso es autopercepción, la forma más simple y superficial del conocimiento. Una cosa es percibir y otra conocer. Pienso que entre más se conoce uno mismo, más difícil es encontrar dos pronombres o tres adjetivos que puedan definirnos.  

Hay otra frase en el libro que, de cierta manera, complementa a la primera, a pesar de que miles de años separan la una de la otra: “El infierno son los otros”.  Aparece en A puerta cerrada, una obra de teatro de 1944 escrita por el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre. Tres muertos están confinados en una sala del purgatorio, todos esperan ser torturados, pero no aparece verdugo alguno. Lo único que tienen es la compañía del otro, su mirada. Los personajes, finalmente, descubren que cada uno es el verdugo de los otros dos, que el verdadero infierno son los otros. Para Sartre, la mirada ajena es un tormento que revela la enorme distancia entre lo que uno cree que es, o quiere ser, y lo que realmente es. Es la mirada del otro, punzante, penetrante, lo que nos descubre, y que nos descubran es un sacrilegio, la mayor de las ofensas. Según Marco Aurelio Denegri, un famoso intelectual peruano, la mirada del otro es “la mirada del entrometimiento, intrusa e insmiscuidiza, no solo infernal, sino infiernizante”. En otras palabras, el otro es aquel que, con su mirada, destruye nuestra fantasía sobre nosotros mismos.

Duele, duele muchísimo que la identidad quede a merced del ojo ajeno, pero es importante que así sea. No podemos, pues, obligar a los otros a que nos miren como queremos que nos miren. En estos tiempos de las redes sociales nos estamos aislando, estamos construyendo una fortaleza para protegernos de la mirada de los demás y hablando solo para nosotros mismos o para quienes se nos asemejan. Confiamos cándidamente en la autopercepción, y, por eso, dejamos de aceptar al otro, a la chica blanca que se puso trenzas de mujer negra porque le dio la gana, o a cualquiera que cuestione los adjetivos que construimos para definirnos a nosotros mismos. Algo así pasó con la elección a la Cámara de Representantes de Miguel Polo Polo, quien ocupó el escaño destinado a la minoría afrodescendiente. Polo Polo incomoda porque es un hombre negro distinto al que creemos que debería ser, con luchas distintas a las que creemos que debería tener.

Esta inclinación a aceptar solamente nuestra propia versión de nosotros mismos nos ha limitado la capacidad de poder ser otras personas, de inventar personajes y de contar historias de gente distinta. La literatura tiene varios ejemplos exitosos de la invención de personajes hecha por escritores muy observadores y ajenos al mundo que describen. En su novela corta La Perra, Pilar Quintana se mete en la piel de su protagonista, una mujer negra del Litoral Pacífico colombiano; Mark Twain fue capaz de describir con sensibilidad la vida de los esclavizados negros en sus cuentos, y Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del Tío Tom, mujer blanca del siglo XIX y abolicionista, supo denunciar la brutalidad del esclavismo en Estados Unidos. Hoy, intromisiones culturales como estas se consideran un sacrilegio moral inaceptable. 

Ahora, en el cine, proliferan las autobiografías y las biografías de gente extraordinaria. En la literatura sucede lo mismo: estamos en el boom de las novelas autorreferenciales que parecen escritas únicamente para el disfrute del autor. En el arte se ven con más frecuencia pinturas e instalaciones sobre la casa de la abuelita del artista (¿a quién le importa cómo era la casa de tu abuelita?). Estamos, pienso yo, tomándonos muy en serio eso de “el lugar de enunciación” y cayendo en una odiosa, constante y exageradísima autorreferencia.

Es como si hubiera un miedo a imaginar vidas ajenas. Creemos que ya no hay dolores y alegrías universales y que los sentimientos cambian dependiendo del lugar de enunciación del narrador. Pero sí podemos imaginar al otro, sí podemos crear personajes que no estén cien por ciento inspirados en nosotros mismos, porque, además, nuestra vida no es tan interesante como creemos. 

Pienso que podríamos superar esta crisis de imaginación si dejáramos de tomarnos nuestra identidad tan en serio. Podríamos, mejor, burlarnos de nosotros mismos y dejar de pensar que todos a nuestro alrededor son verdugos de nuestra identidad, como sucedió con la pobre chica de las trenzas.

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