Weildler Guerra
8 Junio 2023

Weildler Guerra

La compasión de los perros

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Los perros deben sentir una inmensa compasión por sus parientes humanos ante su inocultable torpeza para descifrar las señales del mundo. Cuando los sacamos a pasear ellos buscan apreciar la enorme variedad de sensaciones olfativas que se encuentran en un pequeño prado. Nuestra impaciencia les impide decodificar el ignoto contenido de esos abigarrados mensajes. Ello me hace recordar una antigua historia indígena que situaba a los caimanes entre los seres más elocuentes del universo. Teniendo que asistir a un litigio en el que necesitaba de esa habilidad retórica, el perro pidió prestada al caimán su afamada lengua para argumentar hábilmente y así vencer en la disputa. A pesar de su ayuda, una vez obtenido el triunfo, el ingrato can no le devolvió al reptil el órgano prestado y desde entonces los caimanes son mudos. Esta conducta selló un antagonismo eterno entre ambas especies y por ello cuando los perros se acercan a los cuerpos de agua los caimanes los devoran reclamando así su primigenia lengua hoy perdida.

Mediante estas narraciones es posible explicar en algunas sociedades la extensa diversidad biológica y el origen de rasgos naturales distintivos como la cola del zorro, el color de algunas aves o el pico abultado de los pelicanos. Esos hechos se asocian con actos definitivos e inmodificables que ocurrieron en un tiempo distante situado más allá de la acción humana.

Las historias sobre el carácter recursivo de los perros son abundantes en distintos grupos humanos. Los wayuu consideran que cruzarse con un perro en el camino es señal de que se cumplirá con éxito la tarea que en ese momento hemos iniciado. La suerte de esta se decidirá favorablemente en el lugar hacia donde nos dirigimos. En las sociedades amazónicas los perros son considerados como una especie de traductores de las señales del entorno ininteligibles para los humanos. Ellos pueden detectar e interpretar las alertas emitidas en su entorno ante la presencia de predadores como pumas, jaguares y serpientes.

En una estimulante obra llamada Como los bosques piensan, el antropólogo Eduardo Kohn nos habla de cómo las selvas tropicales pueden hacer evidente una rica densidad semiótica conformada por el pensamiento interrelacionado de diversos seres vivientes. Aves, insectos y monos pueden desencadenar movimientos colectivos en diversas especies y alertar de un peligro potencial. Las relaciones entre esos pensamientos vivos hacen del bosque lo que es: una ecología de relaciones, densa y floreciente. Las señales emanan de una naturaleza constitutivamente semiótica y de las lógicas asociativas particulares que esto conlleva.

El filósofo francés Maurice Merleau Ponty empleó el término interanimalidad para destacar que los animales existen en un circuito de expresión y resonancia con otros animales y con el medio físico. Él rechazó la idea de que los animales existen como entidades separadas, exteriores unos a otros y limitados a simples respuestas mecánicas a semejanza de un reloj de cuerda.

Transcurridos miles de años en compañía de otros animales, como lo son los humanos y su invencible ceguera, los perros han aprendido a conocer nuestros gestos y emociones. En la medida en que nos alejamos de nuestra propia animalidad desconocemos la densidad semiótica del universo que los perros y otros seres vivientes tratan insistentemente de señalarnos y traducirnos. Quizás por ello mi perra Yuii, una labradora de color tabaco que me acompaña cuando escribo esta columna, me mira con algo de paciencia e ilimitada compasión.

wilderguerra@gmail.com

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