Luis Alberto Arango
17 Mayo 2025 03:05 am

Luis Alberto Arango

La democracia solo le sirve cuando le obedece

El Congreso le dijo no a la consulta, pero sí a revivir el estudio de la reforma laboral. Aun así, el Gobierno prefirió agitar que gobernar. Porque lo que realmente le interesaba no era sacar adelante la reforma, sino movilizar al país con una consulta populista. Para este presidente, la democracia solo le sirve cuando le obedece.

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El 14 de mayo de 2025 quedará como otra fecha clave para entender el talante del gobierno del presidente Gustavo Petro. Ese día, el Senado de la República negó la solicitud de una consulta popular propuesta por el Ejecutivo. La reacción del presidente fue inmediata: denunció sin pruebas un “fraude”, acusó al presidente del Senado de cometer un posible delito, y llamó a la ciudadanía a las calles a reunirse en cabildos abiertos y a decidir, desde ahí, el rumbo del país. Lo que debió ser una jornada de institucionalidad democrática terminó en un nuevo capítulo de agitación presidencial.

Pero hubo un detalle que, por la euforia del Gobierno, pasó casi desapercibido: ese mismo día, el Congreso revivió el estudio de la reforma laboral, esa que el mismo Gobierno había calificado de “fundamental” para su agenda social. Paradójicamente, Petro ni mencionó ese hecho en su intervención. ¿Por qué? Porque al Gobierno no le interesa tanto la reforma como el espectáculo. La consulta, con sus 12 preguntas cargadas de obviedades y populismo, no era un mecanismo serio de participación ciudadana; era un instrumento de presión política. Una campaña con fachada jurídica y alma electoral, que iba a costarle al país más de 750.000 millones de pesos.

“En esta narrativa, la democracia solo sirve cuando obedece. Si no lo hace, es ilegítima”.

 

Lo más grave no fue el costo, sino el patrón. Cada vez que el Congreso —legítimamente elegido por el mismo pueblo que eligió a Petro— toma una decisión contraria a los intereses del Ejecutivo, se activa el libreto de siempre: se denuncia persecución, se habla de un golpe blando, se acusa de traición, se lanza la palabra “fraude” y se apela a “la calle” como único juez válido. En esta narrativa, la democracia solo le sirve cuando le obedece. Si no lo hace, es ilegítima.

Lo que el país presencia no es nuevo. Petro, exguerrillero del M-19, nunca desmovilizó su alma política. Su forma de entender el poder sigue anclada en la confrontación, en la lógica del enemigo interno, en la movilización permanente. No ha aprendido a gobernar, solo sabe agitar. Y en lugar de evolucionar hacia el estadista que muchos esperaban, se ha aferrado al agitador que siempre fue.

Este estilo de gobierno no solo polariza, también desgasta. En 34 meses de gestión, el presidente ha rotado 55 ministros, según el diario La República. Una cifra récord que retrata con precisión la incapacidad de construir equipos sólidos, de generar continuidad en las políticas públicas y de dar señales de gobernabilidad. Hace dos días, por ejemplo, se hizo pública otra renuncia de un miembro de su gabinete: la de la ministra de Justicia, Ángela María Buitrago, quien alegó “injerencias indebidas” en su labor. Es un síntoma más de un Gobierno que no tolera ni siquiera el criterio técnico dentro de su propio gabinete.

“Su forma de entender el poder sigue anclada en la confrontación, en la lógica del enemigo interno, en la movilización permanente”.

 

Este episodio demostró, una vez más, que el presidente Gustavo Petro acomoda los hechos según su conveniencia. Afirmó, al ser consultado durante su viaje a China, que fue él quien le pidió la renuncia a la ministra de Justicia durante ese mismo viaje, y que había delegado la tarea de tramitarla en el ministro encargado con funciones presidenciales, Guillermo Alfonso Jaramillo. Pero ni los tiempos ni los hechos coinciden. Hay prueba documental de que la renuncia de la ministra Buitrago está fechada el 12 de abril, más de un mes antes de la supuesta solicitud presidencial. Además, al ser consultada en vivo en la emisora Bluradio, la propia ministra afirmó que se estaba enterando en ese preciso momento de la supuesta petición y que no había hablado ni con Petro ni con el ministro delegatario. Una vez más, resulta difícil encontrar al Gobierno diciendo una verdad completa.

A esto se suma la sombra creciente de la corrupción gubernamental. El escándalo de la UNGRD, con exfuncionarios del Gobierno detenidos e investigados por presuntos pagos ilegales para comprar voluntades en el Congreso, es de una gravedad institucional que no puede relativizarse. Y, sin embargo, el presidente —tan dispuesto a señalar a los demás— guarda silencio ante el oprobio que nace en su propio gobierno.

Lo más desconcertante es que una parte de la ciudadanía normaliza este comportamiento. Aplaude los discursos inflamados, repite consignas, justifica los ataques a la prensa, al Congreso, a la justicia. Esa complacencia, más que sorprendente, resulta desalentadora. Porque significa que el daño institucional no solo viene de arriba, sino que encuentra eco abajo. Pero también es cierto que otra parte, quizás hoy mayoritaria según las encuestas, ya no le come cuento al discurso del presidente, ni a su retórica épica, macondiana y vacía de resultados.

La democracia colombiana no se hundió el 14 de mayo. Al contrario, el Congreso actuó dentro de sus competencias y tomó una decisión legítima. Quien sí se sigue hundiendo es un Gobierno que, ante cada revés, escoge la agitación antes que la corrección, la calle antes que el consenso, y la narrativa del enemigo antes que el respeto por las instituciones.
Gustavo Petro fue elegido para gobernar, no para incendiar. Lo que prometió como cambio terminó siendo una oportunidad histórica desperdiciada.

“En 34 meses de gestión, el presidente ha rotado 55 ministros”.

 

En varios de sus discursos, el presidente se ha referido al personaje icónico de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: Aureliano Buendía —el coronel que luchó 32 guerras y no ganó ninguna—, y a quien dice encarnar, algo suficientemente extraño para un gobernante. Pero como Úrsula Iguarán, la matriarca de la novela, advirtió: Aureliano no peleaba por ideales, sino por pura y pecaminosa soberbia.

Petro, como su Aureliano, no entendió que la tragedia no era la guerra, sino la incapacidad de construir. Tuvo la oportunidad de ser estadista, pero prefirió la épica personal y representar al símbolo del caudillismo fracasado de América Latina. Esa decisión no lo hará eterno, pero sí lo marcará para siempre.
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