
Desde niña he tenido una fijación con los diccionarios. En mi casa había un Larousse empastado en cuero rojo, medio desbaratado, que servía para llenar los crucigramas del domingo y para guardar estampitas de santos o recetas de cocina. Sin embargo, el que siempre quise tener ―y nunca tuve el suficiente dinero para comprar― fue el Diccionario de uso del español, de María Moliner.
No sabía nada de esta mujer, salvo que había escrito un diccionario que me interesaba más que el de la Real Academia de la Lengua (RAE), porque me parecía más moderno, más sensato, más cotidiano. Fue hasta hace poco que me enteré de que alimentaba su búsqueda de palabras que encontraba en los periódicos, donde había términos de uso común que no recogían otros diccionarios más puristas.
El escritor argentino Andrés Neuman publicó recientemente una novela titulada Hasta que empieza a brillar, en la que cuenta la historia de Moliner, una bibliotecaria que, luego de salir de su trabajo a diario, se sentaba en la mesa de la cocina de su casa y se dedicaba a crear fichas con definiciones que luego se convertirían en un diccionario que fue publicado en 1966. Ya era hora de que alguien le hiciera un reconocimiento así, porque a pesar de la importancia que tuvo María Moliner en el mundo de habla hispana, los señorones de la España posfranquista no se dignaron darle el puesto que se merecía.
A pesar del éxito que tuvo su obra ―o tal vez por eso mismo― María Moliner nunca fue invitada a ser miembro de la RAE. La famosa Academia empezó a incluir mujeres en 1978, cuando ella todavía estaba viva, y jamás pensaron en hacerla miembro.
No es extraño. Las Academias de la Lengua tradicionalmente han sido organismos donde el cambio, cualquier cambio, parece siempre llegar tarde, desde las corrientes del feminismo hasta los neologismos. Colombia tiene su propia academia, adscrita a la RAE. Se llama la Academia Colombiana de la Lengua (ACL) y fue creada en el siglo XIX por José María Vergara y Vergara, y apoyada por Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro. Su camino no ha sido diferente y las mujeres que forman parte de la institución han sido pocas en comparación con sus pares masculinos.
Pero el reciente nombramiento de siete mujeres en la ACL es un motivo de esperanza para la lengua española y un motivo de orgullo para los colombianos. No solo porque son mujeres, sino porque sus procedencias seguramente aportarán una visión mucho más incluyente y diversa en un organismo que necesita ser el reflejo de una sociedad cambiante.
Escritoras como Alejandra Jaramillo, Mari Grueso, Cecilia Caicedo y Carmiña Navia; profesoras como Bárbara Muelas y Ángela Camargo; y la periodista y diplomática María Clara Ospina, llegaron a la ACL con riquísimos bagajes culturales, con apuestas claras de inclusión y retos enormes para demostrarnos que, no solo la lengua es un organismo vivo, sino que nos cobija y nos representa a todos.
