Federico Díaz Granados
30 Septiembre 2024 03:09 am

Federico Díaz Granados

La música de las máquinas de escribir

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Unas de las cosas que más disfrutaba cuando me dejaba el bus del colegio era acompañar durante el día a mis padres a sus respectivos trabajos. Ese mundo de las oficinas eran una prolongación de la vida en comunidad que yo vivía en el colegio, pero con adultos y unos roles y oficios que me deslumbraban. Yo me pasaba el día en esas dependencias del Dane donde mi padre trabajaba en la oficina de divulgación junto con el poeta Luis Vidales y en las delBanco Ganadero donde trabajaba mi madre en la sucursal Bogotá al lado del actual edificio de la Procuraduría. Eran unos días distintos donde jugaba a ser periodista por unas horas y me iba a entrevistar a algunos colegas de ellos y me pasaba el resto del día tecleando con las máquinas de escribir y armando periódicos imaginarios. Por esas y por las que había en casa es que siempre tuve una fascinación por las máquinas de escribir. De hecho, tuve una de juguete marca Fisher Price que luego fue reemplazada por una de plástico color gris donde podía escribir algunas páginas. Hay una nostalgia que siempre trae el progreso y es esa añoranza por aquellos instrumentos y tecnologías olvidados que, como ocurre con las grandes ciudades, son arrasadas ante la llegada de lo nuevo. Hoy las veo en tiendas de anticuarios y me reencuentro con algunas de esas marcas que reconozco desde los ojos de mi infancia. 

De las cosas que recuerdo de esos días en los que me dejaba el bus de colegio era ese sonido de muchas teclas sonando, como un coro, al mismo tiempo. Esas oficinas estaban llenas de máquinas de Télex, después de faxes y por supuesto de máquinas de escribir mecánicas y luego eléctricas. El sonido de todas aquellas teclas solo se interrumpía con el pequeño timbre que anunciaba al final de un renglón el cambio de línea. Así el carrete o el rodillo soportaba no solo aquellas hojas sino el peso y la vida de las palabras. Como unas pocas letras del alfabeto, unos números y unos pocos signos podían contener todo el infinito universo de las palabras que al combinarlas podían producir innumerables páginas de asombro o de belleza. Hay un meme que circula por las redes sociales en el que un chico milenial ve asombrado a su padre escribir en una máquina y solo atina a decir: “Qué loco, imprime mientras escribe”.  

Yo creo haber aprendido en una máquina Royal que mi padre había heredado de mi abuelo Manuel José. Sin embargo, por la casa pasaron también una que otra Olivetti, alguna Remington, Olimpia o Brother. Supe luego de las Underwood y de otras marcas que son sinónimo del paso del progreso en una época determinada, pero era una música de un tiempo que se esfumó. Por ejemplo, las salas de redacción de los periódicos y las revistas eran un hervidero de relatos y conversaciones que tenían como telón de fondo el sonido veloz de los dedos de los redactores sobre las teclas de máquinas llenando páginas blancas, algunas con copia en papel carbón. Tuve, de igual forma, clases de mecanografía en el bachillerato. Era divertido ver a cada compañero frente a su máquina que tenían las teclas tapadas con cinta o alguna témpera o esmalte de uñas. Hacía parte de la rutina de esa clase el olor de la tinta, mancharse los dedos al cambiar la cinta a pesar de que los dedos debían ubicarse de una forma lineal sobre las teclas y que aquel tacto debía tener una memoria inmediata y espacial de la ubicación de las letras, los números y los signos.  Un examen final de mecanografía me llevó a aprender la ubicación exacta de los dedos sobre el teclado, toda una limitante para el aprendiz de “chuzógrafo”. Los meñiques debían ubicarse en la A y la Ñ; los anulares en la S y la L; los dedos del corazón en la D y la K y con los índices en la FG y HJ, respectivamente. Sin embargo, luego de pasar esos exámenes quedé atrapado para siempre en la estirpe de los “chuzógrafos”, forma coloquial con la que se conoce a aquellos que solo aprendimos a escribir a relativa velocidad solo con los dedos índices y algunas pocas intervenciones que solo aprendieron a escribir con relativa velocidad con los dedos índices y algunas veces con la intervención de los dedos del corazón.  Escribir a máquina, además, desafiaba pruebas físicas y de resistencia. Las posibilidades de equivocación había que minimizarlas y se debía tener a la mano correctores como “Liquid paper” color blanco o una lámina plástica con un polvo de tiza para borrar.  Cuando aparecieron las máquinas eléctricas todo parecía facilitarse aún más: las cintas duraban más tiempo y los carretes había que cambiarlos con menos regularidad. Ese era el progreso a pesar de lo que afirmó algún nostálgico que la diferencia entre la máquina mecánica y la eléctrica era como la diferencia entre tocar piano o tocar órgano. Estoy de acuerdo.

Ahora todos somos esclavos del computador que seguramente nos resolvió muchas cosas y facilitó la comunicación con el mundo. De esto no escaparon escritores ni periodistas como Julio Paredes y Antonio Caballero, quienes se resistieron casi hasta el final de escribir en un procesador y hayan preferido quedarse en la música de aquellas teclas. 
Se ha afirmado varias veces que todavía no ha sido escrita una obra maestra de la literatura en computador. Que seguramente se han escrito muchos, millares de buenos y maravillosos libros. pero que quizás la última obra maestra fue escrita con una Smith-Corona modelo 1957 en México: Cien años de soledad. Eso solo lo determinará el tiempo. A lo mejor se han escrito muchas obras maestras y aún no lo sabemos, pero lo cierto es que todavía podemos afirmar que las obras fundamentales fueron escritas a mano, con pacientes caligrafías o en máquinas de escribir.  Lo cierto es que las palabras parecían tener otro peso y otra fuerza en esa conexión directa de la mente y el corazón con la yema de los dedos sobre el teclado mecánico o eléctrico. Aquellas máquinas de escribir nos recuerdan una época en la que escribir era una labor más consciente, donde cada palabra requería un acto deliberado y éramos eficientes conectados de manera más profunda con nuestras propias ideas y emociones mientras sonaba esa música de las máquinas de escribir, esa banda sonora de mi infancia, que como dice el meme: imprime mientras se escribe.

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