
En temporadas de vacaciones, por lo general, suelo hacer depuración de la biblioteca, muchas veces contra mi voluntad, pero, como suele pasar con muchos bibliófilos, la cantidad de libros que entran a la casa sobrepasa la capacidad de tenerlos. El poeta Darío Jaramillo Agudelo dijo en una entrevista que le hicieron hace algunos años sobre su biblioteca que él había limitado ya su capacidad y cupo, creo a dos mil volúmenes, y que si entraba un libro a su casa otro debía salir al mismo tiempo. Otros autores terminan por quedarse con las bibliotecas de las relecturas por encima de las novedades o coyunturas editoriales.
La verdad es que, con el paso de los años, y en esto coincido con muchos amigos, la depuración pasa por el filtro de las relecturas y se conservan cada vez con mayor certeza esos libros a los que regresamos con cierta frecuencia. En mi caso incluso trato de tener varias ediciones diferentes de cada libro que hace parte de mi canon de afectos de la vida y que son a los que regreso cargado de las lealtades de siempre en busca de alguna respuesta, algún alivio, o sencillamente para releerme en esas páginas que he visitado en otros momentos de la vida. De la infancia siempre quiero volver a Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, o a Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne. De la adolescencia siempre ha sido una alegría revisitar El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, o al Lazarillo de Tormes y siempre retorno con la fe de un místico a cualquiera de los libros de Gabriel García Márquez, a la vieja edición de Losada que era de la biblioteca de mi papá de la Poesía completa de Pablo Neruda o a los primeros poemas que leí de Emily Dickinson y Walt Whitman. Cada uno tiene su santoral al que acude siempre. El mío está lleno de estampitas de devoción lectora por los mencionados y muchos otros más que son intocables en cada jornada de limpieza bibliotecaria.
A propósito del estreno de la serie Cien años de soledad volví a leer el libro, no con el ánimo de comparar o confirmar que el libro es superior, sino por la cantidad de preguntas que la serie suscitó sobre mi relación con la obra y la forma en la que mi vida se entreteje a ella. Sentí más compasión con Amaranta tanto con la serie como con la relectura y me sentí más cercano a las vulnerabilidades y transformaciones del coronel Aureliano Buendía. Releer un clásico es el mayor acto de lealtad a nosotros mismos porque confirma nuestras verdaderas coordenadas afectivas que se han fijado como puntos inamovibles en los mapas de las emociones. Volver a cada uno de esos libros a los que regreso y celebrar a los clásicos de siempre es dibujar ese mapa interior y personal de mi propia vida. Muchas veces repetimos una película, así sepamos el final y celebremos sus chistes en las mismas escenas, porque es nuestra forma de volvernos a mirar al espejo desde otros ojos y otra mirada. Es asombroso que mi mirada no sea la misma que leyó a Mark Twain hace cuatro décadas, pero de igual forma es bello que vuelva a conversar con el libro y por ende conmigo mismo como si el libro fuera ese espejo donde podemos observar de manera más nítida nuestro paso por el mundo y sentir el golpe del calendario.
Un amigo me decía que releer es como reencontrarse con un viejo compañero de la primaria o el bachillerato. A pesar de sabernos de memoria los tics, gestos y manías, siempre habrá un detalle nuevo que enriquece nuestra manera de vernos a nosotros mismos. Esos detalles del otro en los que nos reconocemos, al igual que con la poesía cuando sentimos que un verso escrito hace setecientos años me habla de lo que estoy sintiendo hoy en el siglo veintiuno. Así es como pasa con ese viejo amigo cuya cercanía y familiaridad están intactas pero que en sus gestos vemos el paso de los años en nosotros.
Esas relecturas revelan algo de nuestras huellas, sobre todo si se hacen en la misma edición. Pero así se haga en una edición distinta algo de nuestras huellas identificaremos en esas páginas llenas de invisibles registros de lo que fuimos y buscábamos en esos momentos. Por eso disfruto repitiendo películas y volviendo a los viejos álbumes familiares que fueron el primer relato gráfico de nuestras vidas. Vuelvo al viejo álbum y seguramente hay ausencias o reconozco, como en los libros, la fuerza o importancia de otros personajes. Esas fotos como los libros son piezas de ese rompecabezas de la vida donde sólo nosotros sabemos cuál pieza es la que encaja con exactitud en cada nostalgia, en cada amor, en cada rencor.
Me gusta pensar que ha pasado con mi vida entre la lectura y relectura de un libro al que regreso después de décadas. En ese intervalo, el libro siguió siendo el mismo y las palabras estaban dispuestas de la misma forma, pero yo era el que había cambiado. Quizás por eso amé más la novela Pedro Páramo en su segunda y tercera lectura en la vida que en la primera, que fue obligada en el colegio. Por eso hoy comprendo mejor los guiños e intertextos a las ‘guerrillas literarias’ del continente al releer Los detectives salvajes, de Bolaño. Gracias a las relecturas ahora entiendo que el mejor momento para comprender la belleza del mundo es cuando me asomo a las páginas del siglo diecinueve.
Por supuesto que los amigos de la productividad dirían que es una pérdida de tiempo releer cuando hay tanto libro nuevo por leer. A lo mejor por eso mismo es que leo algunas novedades, o por el afecto que traen las amistades verdaderas, por la certeza de saber que algo me va a decir o porque, precisamente, me recuerda algún clásico o descubro cómo habla de mi presente como lo hacen los clásicos. Es un ejercicio de intuición y afecto.
Regreso a los libros, a las películas y a los viejos álbumes familiares para volverme a contar el relato de mi vida y reafirmar mi manera de habitar este mundo y vuelo a ellos como volver a los recuerdos de los seres amados que se han ido con la misma convicción de encontrar en ellos lo mejor de nosotros y ponerlos a salvo en la memoria del corazón donde nunca envejecerán.
Por eso, en cada depuración de biblioteca los libros por releer siempre son los que no se mueven del estante porque sé que tarde o temprano regresaré a ellos en mi puntual acto de lealtad o gratitud y porque seguiré encontrando, en ellos, la forma en la que amo y confronto el mundo, ese mismo mundo al que trato de redescubrir con la misma emoción con la redescubro alguna palabra, una frase, un personaje o una escena en esos libros de siempre, que, como los álbumes familiares, son la narrativa que me define y restituye porque son el algoritmo exacto de mi vida.
