
Me parece que alguna vez leí cuando el capitán Spiff apareció de repente y derrotó a Moe, asestándole un certero golpe en su inmensa mandíbula, que lo hizo volar por todo el recuadro y lo dejó tendido cuan voluminoso es, impidiendo así que el matoncito de la historieta consumara su aleve ataque contra el pobre Calvin.
De pronto fue la única vez que sucedió, no lo sé. Pero, fue más que suficiente para mí. Me quedé feliz de ver al tiranillo revolviéndose en su propio dolor, desparramado en el suelo, coronado por su asqueroso ombligo que —en aquella ocasión— la camiseta negra no le alcanzó a ocultar. Es la escena que más recuerdo de todas las que vi, la de la reivindicación del deber ser, la del abusador reducido a su mísera existencia, la del todopoderoso convertido en insignificante cucaracha kafkiana sin derecho a regresar a su humanidad. ¡Qué felicidad disfrutar su caída!
En general, tipejos como Moe, grandes y amorfos, manejan una lógica tremendamente básica, la de la fuerza; tienen una única meta, la de ganar; hacen lo que tengan que hacer para lograr su objetivo, casi siempre pisoteando al otro; creen ciegamente en la eternidad de su existencia, y luego, si la vida los pone en su lugar, terminan valiendo poco menos que una baratija.
Hay tantos así por ahí. Aunque, la verdad, eso nunca había sido un gran problema para la supervivencia de nuestra especie, al menos no uno grande, al menos no como ahora. Por desgracia, están al mando de nuestros destinos, nos tienen en sus manos y muy poco o casi nada podemos hacer para evitar su incidencia en nuestras vidas. “Estás jugando con la tercera guerra mundial, estás jugando con la tercera guerra mundial”, le gritó en vivo y en directo uno de los que podría darle inicio al fin del mundo a otro que está en medio de una desigual pelea, un muy pequeño enemigo del gigante, un Calvin más. Y cuando dijo “tercera guerra” me quedé pensando en la famosa frase que le atribuyen a Albert Einstein sobre un conflicto de esa magnitud: “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero sí sé que la cuarta será con palos y piedras”.
¿En manos de quién estamos, por Dios?
Tal vez asistimos al comienzo del fin de un imperio, que se autodestruye bajo el implacable rigor de la ley de la selva aplicada en su máxima expresión, la del más fuerte, la del más insidioso, la del más traidor, y en estos tiempos, la del mejor desinformador, la del más escandaloso, la del más vulgar, sobreviviendo en el reino absoluto de los likes —especie de criptomoneda del ego— que no sirven para mucho pero sin los cuales actualmente no se es nada, y hay que ser algo en alguna red social, en algún lugar que no existe, en un espacio vacío, qué importa ya.
Estamos llenos de este tipo de matones. Los hay en el colegio, en el bus, en el trabajo, en las fiestas, en las iglesias, en los gobiernos, en los burdeles, en los colegios, en las reuniones con los amigos, en las casas —blancas o rosadas, da igual el tono— en las prisiones, en los callcenter, en los estadios, en los campos de batalla, en los chats de papitos, en las salas de espera, en los palacios, en los cartuchos, en las oficinas —ovales o coworking—, en Volver al futuro y en Cobra Kai. Los hay por todo lado, en esta vida o en la otra, adonde seguro nos terminarán mandando estos dueños del mundo venidos a más, que no caben en sus inmundos cuerpos porque sus propios delirios los tienen a punto de explotar, eso sí junto con todos nosotros. Por eso, me alegra que —de vez en cuando y de cuando en vez— alguien les dé su merecido. Como Spiff a Moe.
Hay una viñeta de Calvin, muy popular por estos días en las redes sociales, que muestra al niño de seis años disertando sobre la vida junto con su amigo Hobbes, el tigre de felpa que cobra vida sólo ante los ojos del pequeñín, escrita hace más de 30 años y que en estos momentos cae como anillo al dedo: “va a ser un día sombrío cuando el mundo esté dirigido por una generación que no sabe nada más que lo que se ve en la televisión”.
Es como si las horas oscuras estuvieran por llegar.
