
Este Gobierno ha tenido significativos avances en el reconocimiento de culturas y poblaciones históricamente excluidas: sindicatos, juntas de acción comunal, cooperativas, campesinos, afrocolombianos e indígenas, entre otras, que han tenido una agenda permanente con los ministerios y las agencias dedicadas al territorio. Aunque falta mucho para concretar una verdadera relación interinstitucional, y hay muchas quejas y dolores como en todo proceso de crecimiento, habría que insistir en el lugar central que han tenido estas organizaciones y movimientos en la agenda progresista de los últimos cincuenta años.
Sin duda, una de las razones para que el progresismo llegara al poder proviene de las organizaciones sociales, que han liderado causas por décadas que nadie quería asumir: los derechos humanos, la paz, la lucha por el derecho de los campesinos, los derechos de las mujeres, la política LGBTIQ+, el impulso de la Ley 70, el movimiento ambiental, los liderazgos sindicales que en Colombia han puesto miles de muertos, entre muchas otras, que han sido, gracias a centros de pensamiento, organizaciones no gubernamentales, sindicatos, asociaciones de víctimas, cooperativas, entre muchas otras, las defensoras de causas que ahora parecen normales pero que fueron proscritas por años.
Organizaciones de mujeres, campesinos, sindicalistas, cooperativistas; oenegés que han defendido el agua, la paz, el territorio y los derechos humanos, de minorías, componen un amplio panorama que convendría apoyar hoy con mucha más decisión por parte de quienes ostentan el poder de decidir, y establecer una línea de cooperación para profundizar los cambios propuestos, pues muchas de ellas están preparadas históricamente para asumir el reto.
Muchos de estos proyectos han dependido de la cooperación internacional económicamente y están amenazados por el corte de ayudas que ha supuesto la llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos. Muchas de ellas han tejido sus redes comunitarias, veredales, barriales, y un extenso número de liderazgos, gracias al esfuerzo y la gestión que han sostenido en relaciones con gobiernos e instituciones nacionales; han resistido a los tiempos duros de las represiones gubernamentales como las vividas a finales y comienzos de los ochenta, en los noventa, y en este siglo, con el valor de creer que este país se merece mucho más que una idea de progreso y crecimiento basado en indicadores que omiten hablar de procesos sociales de mediano y largo aliento y gracias a los cuales, indudablemente, la sociedad colombiana ha logrado comenzar a andar un camino que ponga en el centro la paz cotidiana, el cambio cultural, el reconocimiento de las víctimas, el medio ambiente y la comprensión cabal de que somos una potencia de la vida y no de la muerte, como se quiso imponer en el relato neoliberal.
La paradoja de este tiempo de cambios es que muchas de ellas tienen dudas conceptuales, y administrativas, sobre algunos aspectos, debido a que no se han podido destrabar asuntos como el que se planteó en el programa de gobierno, para establecer una verdadera política de apoyo a estas organizaciones para considerarlas como un bien público.
Uno de los asuntos centrales que se menciona entre algunos liderazgos de las oenegés es la política de contratación que, según el Decreto 092 de 2017, las obliga a poner en recursos económicos al menos el 30 por ciento en contraprestación en los contratos con el Estado cuando esta contratación se quiera realizar de manera directa. Esa ley que surgió para blindar al Estado contra la corrupción frente a muchas de estas organizaciones que fueron usadas también con fines poco loables, supone una cadena que no reconoce el aporte en capacidades que hoy son fundamentales para, por ejemplo, establecer una ruta de discusión y acción sobre la consulta popular, y que por el contrario solo está privilegiando a unas pocas organizaciones que tienen capacidad económica.
Es urgente que tanto el Gobierno como estas organizaciones renueven la confianza y se aclare que ellas no están llamadas a ser instrumentalizadas para fines electorales sino que representan, precisamente, el corazón de un proyecto social de largo plazo en Colombia que ponga en el centro de la agenda la defensa de la vida, el territorio y las culturas para salir del lodazal de la discusión personal, y la violencia estructural que nos aqueja desde hace ya mucho tiempo.
La participación política, los liderazgos juveniles, de mujeres, de campesinos, del movimiento indígena, sindical, y la agenda por la paz del país (una paz que se imagine en sus dimensiones culturales y contextos urbanos y regionales y no en una unicidad y totalidad); la posibilidad de fortalecer los medios de comunicación alternativos que entiendan la necesidad de fortalecer el periodismo libre como garante de la democracia colombiana; el cambio climático y todo el movimiento nacional ambiental; los artistas, gestores y sabedores colombianos, están llamados, por primera vez en la historia, a reclamar un protagonismo que el Gobierno debe reconocer. Para ello habrá que hacer, insisto, un acto de renovación de la confianza mediante el cual se den responsabilidades y agencia a estas organizaciones y no se las supedite a hacer lo que consideran los funcionarios de turno. Profundizar la formación en asociatividad en los ministerios, fortalecer sus organizaciones de base, darle vuelo al gran movimiento por la cultura de paz en Colombia y conseguir que este Gobierno no deje pasar la oportunidad de reglamentar debidamente el derecho al disenso y la protesta social, que son fundamentales.
Es el momento de abrir la puerta para que entre el viento.
