
“En el principio era el verbo” nos recuerda el evangelio según San Juan. La palabra fue lo primero que definió a la humanidad, como quien dice fue la poesía a través del mito la que trajo noticias del origen. Ese fue el nacimiento, la verdad inicial de lo que somos. Hablamos una lengua materna porque vamos aprendiendo a configurar nuestra memoria desde el vientre materno con unas estructuras, unos ritmos, unos sonidos que se nos transmiten desde la fuente original del amor. Allí quedan pegadas a nosotros porque la vida de las palabras es un viaje en sí mismo que va a la par de nuestra propia vida. Desde que aprendemos a hablar, las palabras construyen nuestra identidad, nuestros más profundos recuerdos y la forma en que interpretamos el mundo. Cada palabra que adquirimos es un espejo de nuestras experiencias y emociones. Nos definen, porque hablar es crear significados, tejer relaciones, entender y ser entendido. Por eso el peligro de perderlas es profundo. Cuando las palabras se desvanecen, perdemos algo de lo que somos. Nos desconecta de los recuerdos y los afectos verdaderos y así se desvanecen los relatos y las historias que hemos contado sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Por eso perder las palabras es una de las tantas formas de la orfandad y sentimos esa orfandad ahora que las sentimos al borde del abismo.
La humanidad ha perdidos miles de lenguas, de culturas que han sido arrasadas y que han sufrido el exterminio de su lenguaje y de esas palabras que tejían su identidad. Otras entraron en desuso y desaparecieron en su propia movilidad evolutiva. Hay lenguas que se transformaron y otras que fueron devastadas por la pobreza, pestes, invasiones o desastres naturales. Podría decirse también que la pérdida de las palabras puede ser cultural y colectiva. No solo desaparecen un conjunto de normas gramaticales sino cosmogonías y visiones particulares del mundo y del destino humano. Un mundo donde haya menos palabras será un mundo mas pequeño y limitado y quizás eso es lo que vivimos en esta distopía de siglo XXI.
En aquel memorable monólogo final de Blade Runner el replicante Roy Batty dice: “Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos recuerdos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir". Ese monólogo, con música de fondo de Vangelis, nos señala una vez más sobre todo aquello que se desvanecerá en cualquier sociedad distópica. Esta no es la excepción. Vivimos un tiempo de crisis del lenguaje, donde los discursos de odio llenos de mentiras agotan otra vez las pocas palabras que nos quedan. Donald Trump dice sin aspavientos que los migrantes se comen a los perros y los gatos en Springfield y una multitud lo aplaude. La inteligencia artificial nos pone a todos frente a nuevos desafíos de nuestra relación con el lenguaje y esas palabras que ahora ella organiza. Las máquinas, como anticiparon tantas novelas y películas distópicas, imitan nuestro lenguaje y crean nuevas formas de comunicación que hasta pueden llegar a sustituir nuestras palabras. Hace mucho hablamos con máquinas cuando llamamos por teléfono a una entidad privada o gubernamental y nos responden aparatos artificiales capaces de procesar, interpretar y generar formas de comunicación.
A propósito de la aparición de su libro Nexus el pensador israelí Yuval Noah Harari nos recordó cómo la inteligencia artificial nos proporciona una vigilancia sin precedentes, que podría llegar a aniquilar cualquier forma de libertad. “Ya no se necesitan agentes para seguir a los humanos: los smartphones, cámaras y el reconocimiento facial hacen que destruir la privacidad sea más fácil que nunca”. Así perdemos palabras, libertad, capacidad de leer con criterio crítico y por supuesto capacidad de asombro. Todo eso lo perdemos mientras trazamos las coordenadas nuevas de nuestro fracaso como civilización y sociedad. El lenguaje lo perdemos para la belleza, pero lo ganamos para la guerra y las mentiras. La poesía salvaguarda la experiencia humana que siempre será difícil de imitar por cualquier procesador lleno de algoritmos y bytes y megabytes precisamente porque evoluciona a la par de nosotros y a la medida de nuestras emociones. La poesía da cuenta de nuestros miedos y de nuestros afectos y los transforma en la belleza que necesita el mundo nombrar con las palabras. Por eso, quizás, sea la poesía el último refugio de resistencia de las palabras que aún pronunciamos desde la emoción y la razón.
Las profecías apocalípticas están a la orden del día. No necesitamos que el meteorito venga de muy lejos porque los culpables están aquí con su egoísmo y narcisismo. Por eso si llegamos a estar al borde de un agujero negro y nos dejamos caer en la gravedad de ese lugar podremos recitar como el profesor John Brand en la película Interestelar de Christopher Nolan el poema de Dylan Thomas que empieza “No entres dócilmente en esa noche quieta. / La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día; / Rabia, rabia, contra la agonía de la luz”. Dylan Thomas o el monólogo final de Blade Runner en la misma dirección de que solo al final, como al principio, estará la poesía acompañándonos. Siempre estaremos trayendo de vuelta las palabras perdidas con nuevas alteraciones o inflexiones, pero estarán de vuelta porque el lenguaje seguirá siendo el campo de batalla donde se juega el futuro de la humanidad y solo la poesía será esa resistencia que nos ayudará a permanecer y sobrevivir así las palabras, como aquellos astronautas de Interestelar, estén al borde del abismo.
