Hay decisiones que no solo se preparan antes de la reunión formal, sino que se toman en secreto, en espacios cerrados, sin todos los que deberían estar. No son reuniones previas ni trabajo en equipo: son reuniones en la sombra. Y son un riesgo para cualquier organización.

He estado en juntas directivas donde, al terminar la sesión, salgo con una sensación incómoda: la de estar sobrando. Todo estaba decidido antes: ya no había discusión. Lo importante ya se había acordado en otro lugar, en otra hora y con otros interlocutores. La reunión formal era apenas una puesta en escena. Y uno de los actores —yo— no tenía línea ni papel.
Hace una semana escribí una columna sobre un fenómeno relacionado: las reuniones previas a la reunión formal, en las que se construyen consensos, se ajustan argumentos y se preparan propuestas antes de llevarlas al espacio institucional. A raíz de esa publicación, varios lectores me compartieron comentarios y experiencias que apuntaban a una práctica más delicada, que también mencioné brevemente: el actuar en la sombra. Un término que merecía esta segunda mirada. Porque la sombra, en este caso, no es una metáfora literaria sino una forma de poder que opera al margen de la deliberación legítima y que puede hacerle un daño profundo a la vida organizacional.
Es importante, sin embargo, no confundir dos cosas. No toda conversación previa a una reunión formal es una señal de exclusión o de mala práctica. Es completamente natural —y, de hecho, útil— que dos o más miembros de un comité o junta intercambien ideas, prueben hipótesis o construyan propuestas antes de llevarlas a una discusión formal. Eso ocurre con frecuencia en entornos colaborativos donde se valora la preparación y el contraste de visiones. Esas no son reuniones en la sombra: son parte del trabajo legítimo de construir decisiones.
El problema aparece cuando ese intercambio se convierte en una segunda agenda, deliberadamente cerrada, cuyo objetivo no es enriquecer la decisión colectiva, sino imponerla. Cuando se excluye de manera sistemática a ciertos miembros, no por razones prácticas, sino por cálculos políticos o estratégicos. Cuando no se informa, no se comparte, no se construye con el grupo completo, sino que se presenta una decisión ya tomada, disfrazada de consenso.
Estas prácticas, cuando se repiten, comienzan a erosionar silenciosamente los cimientos de una organización. Porque no solo excluyen ideas: excluyen personas. Y una persona excluida, especialmente en espacios de liderazgo, termina por desconectarse emocionalmente del propósito común. Lo he vivido y lo he visto vivir a otros. La consecuencia inmediata es la fragmentación: aparecen bandos, agendas paralelas, decisiones cuestionadas. Y, con el tiempo, aparece algo peor: la desconfianza.
A veces, quienes actúan de esta manera creen que lo hacen por el bien de la organización o por eficiencia. Otras veces simplemente no consideran que los demás merezcan ser parte de la conversación. Si esta práctica es sistemática, el resultado inevitablemente será tóxico.
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“A veces, quienes actúan de esta manera creen que lo hacen por el bien del grupo o por eficiencia”.
Cuando esa lógica se consolida —cuando la sombra deja de ser excepción y se vuelve norma— el daño es mayor. Ya no se trata de una omisión puntual, sino de un patrón: un estilo de liderazgo excluyente que usa la formalidad como fachada y la informalidad como herramienta de poder.
¿Cómo actuar ante esta realidad? Cada caso exige una lectura cuidadosa. A veces, lo más constructivo es acercarse con prudencia a quienes han tomado la decisión en la sombra y expresar, con altura y respeto, las preocupaciones. Muchas veces, eso abre conversaciones difíciles pero necesarias. Otras veces, cuando se confirma que la exclusión es recurrente, la reflexión más difícil no es sobre la decisión que se tomó sin uno, sino sobre si uno debe seguir ahí.
También he aprendido que no conviene responder con la misma moneda. La exclusión no se combate excluyendo. Si uno realmente quiere proteger la organización, debe intentar —al menos al comienzo— abrir espacios de diálogo, compartir evidencias, tender puentes. Pero si no hay respuesta, si se perpetúa la lógica del club cerrado, entonces una de las opciones es tomar distancia. Porque estar en una junta donde uno no cuenta no es solo una falta de respeto profesional: es una forma de desgaste personal y reputacional que puede salir muy cara.
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“También he aprendido que no conviene responder con la misma moneda. La exclusión no se combate excluyendo”.
Ahora bien, no en todos los casos alejarse es la respuesta. Hay situaciones en las que retirarse no es una opción viable ni ética, porque está en juego algo más profundo: la integridad de la organización. En esos casos, la responsabilidad exige quedarse, participar con firmeza y enfrentar la mala práctica con determinación. Aunque eso implique incomodidad o incluso una crisis interna, hay momentos en los que el conflicto abierto es el único camino para recuperar legitimidad, transparencia y sentido de propósito colectivo.
Las reuniones en la sombra son más comunes de lo que se cree. No tienen actas, no dejan huellas formales, pero marcan profundamente la vida institucional. Reconocerlas, nombrarlas y hablar de ellas no es un actuar quejoso: es un ejercicio de responsabilidad. Porque una organización sana no es aquella donde todos piensan igual, sino aquella donde todos tienen derecho a pensar y a participar en la construcción del rumbo común.
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“Las reuniones en la sombra son más comunes de lo que se cree. No tienen actas, no dejan huellas formales, pero marcan profundamente la vida institucional”.
¿Ha estado usted alguna vez en una reunión donde ya todo estaba decidido? ¿Ha sentido que su presencia era decorativa, que su voz no contaba? ¿O, por el contrario, ha participado de reuniones en la sombra, justificándolas por eficiencia o conveniencia?
Vale la pena hacerse estas preguntas. Porque todos, en algún momento, podemos caer —consciente o inconscientemente— en esta lógica excluyente. Y también todos tenemos la posibilidad de revertirla. ¿Qué tipo de cultura queremos construir en nuestras organizaciones? ¿Una donde se decide entre pocos y se valida entre todos? ¿O una donde las decisiones se construyen de manera abierta, plural y deliberada?
La respuesta a esas preguntas no solo define la calidad de las decisiones. También define el carácter de la organización que estamos ayudando a formar.
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