
La obsesión de las dos últimas décadas y media de la industria editorial, de los medios de comunicación y de los gobernantes ha sido cuántos libros lee un colombiano en promedio al año. Después de ocho años de no tener una encuesta —la última se realizó en 2017 y fue discutida en sus resultados— uno podría pensar que no es definitivo saber una cifra de libros, sino comenzar a pensar en la lectura de una manera dinámica, y en las encuestas como formas de entender el consumo, pero no en la verdadera fuerza transformadora de una sociedad.
El sistema editorial colombiano se ha agremiado históricamente en torno a la Cámara Colombiana del Libro, entidad desde la cual se creó, en 1987, la Feria Internacional del Libro de Bogotá. En ese momento, los grupos multinacionales no tenían el poder ni el monopolio que tienen hoy. Había bibliodiversidad y sellos colombianos de gran calidad. Poco a poco llegaron los noventa y el experimento neoliberal comenzó a profundizarse. Entonces, los grupos españoles coparon en su mayoría el mercado del libro. Por un lado, hacían su agosto con el texto escolar, y por el otro, publicaban autores nacionales. Hubo, en todo caso, un interesante equilibrio entre editoriales grandes, habida cuenta de la existencia de la multinacional colombiana Norma, del grupo Carvajal, que fue uno de los más notables experimentos editoriales de América Latina durante dos décadas y media. Sus colecciones para niños y jóvenes; la producción de un catálogo de escritores y traducciones muy cuidadas; la publicación de ensayos y ciencias sociales, y su línea de gerencia hicieron época, hasta que cerraron en 2011.
Entonces quedaron básicamente dos actores grandes en el mercado. El naciente grupo Penguin Random House Mondadori que comenzaría a comprar, desde su matriz alemana Bertelsmann, editoriales como Alfaguara, Altea y Taurus, entre otras, y el Grupo Planeta, que durante sesenta años había tenido presencia en el país, y que, desde los años noventa, con la compra del sello literario Seix Barral, también comenzaría, como un pacman, a comprar editoriales de gran prestigio como Tusquets. El tercer actor que comenzaría a imponerse, sobre todo usando su red de librerías, sería Panamericana, que como editor tiene una buena parte del mercado colombiano. Los libros que se venden hoy en Colombia pertenecen, en un porcentaje cercano al 90 por ciento a estos tres grupos. El restante 10 por ciento está repartido en un fenómeno de gran trascendencia cultural que comenzaría a mediados de la primera década del siglo xxi, cuando editores de pequeño calado comenzaron a abrir editoriales, y crearon una segunda ola de sellos independientes que sucedieron el espíritu de sus antecesoras en los ochenta. Esta nueva ola, más literaria, y menos de ensayo y ciencias sociales, incluyó géneros como la literatura infantil, la poesía, el diseño, la arquitectura, la fotografía, el teatro y el cómic, uno de los grandes aportes de este tipo de editoriales dentro de las cuales se encuentran Babel Libros, Laguna, Luna, El Peregrino Ediciones, Destiempo, Rey Naranjo, La Silueta, entre muchas otras que, hace cuatro años, sintiéndose por fuera de la discusión de los grandes grupos frente a temas como la propia FILBo, decidieron armar rancho aparte y crear la Cámara Colombiana del Libro Independiente.
Mientras el mercado se concentraba, los independientes hicieron, gracias a su imaginación y fuerza, que se abrieran proyectos culturales, que la Feria Internacional del Libro se dispusiera para ellos y que en muchas ciudades comenzaran a editarse libros y se abrieran librerías de barrio. Por supuesto, siguen siendo proyectos que flotan y algunos dan pequeños márgenes, pero casi todos se ven en dificultades para sobrevivir.
En 1993, desde la Cámara Colombiana del Libro, se diseñó y acompañó la Ley del Libro. Esa ley, que hoy precisa algunos debates, y ajustes, es una ley bien hecha, pero que necesita atender varios asuntos centrales que no deben ser materia de discusiones opacas o lobbies innecesarios.
La reforma a la Ley General de Cultura plantea dos temas que, como editor de profesión, creo que son centrales en una verdadera democratización del libro y la lectura en Colombia. El primero es la regulación de los descuentos: los grupos grandes, con dominancia del mercado, poco se autorregulan y cuando precisan salir de inventarios inventan el 3x2 y un sinnúmero de estrategias que atentan contra los más pequeños. El segundo es la definición de qué es un libro colombiano, asunto que merece cuidado y atención.
Aunque algunos lo hayan perdido de vista, como se vio en la pasada edición de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, donde abundaban productos de autoayuda que ocupan las listas de los libros más vendidos de Colombia, el libro es, ante todo, un bien de interés cultural y merece ser tratado de esa manera por la sociedad. Otra cosa es que también sea un producto de consumo masivo, pero hay que separar la paja del trigo. Por ello, regular los descuentos, asumir una política seria de saldos y un pacto de decencia entre las dos agremiaciones que existen hoy es muy importante. Para entender con algún ejemplo de nuestra legislación, podríamos comparar el tema con lo que ocurrió en el cine colombiano, que después de veintitrés años —será materia de otra columna— consiguió, gracias a esa denominación, además de un reconocimiento, la creación de instancias como el Fondo de Desarrollo Cinematográfico para financiar la producción de películas colombianas, brindando recursos a proyectos que cumplen con los requisitos establecidos. ¿No sería deseable que en Colombia hubiera algo parecido al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), que en México apoya la edición y circulación de libros a través de fondos públicos? La Ley del Cine consiguió también el crecimiento indudable de esa industria: de tres o cuatro películas que se estrenaban en el país antes de 2003, pasamos en promedio a setenta por año, es decir, algo así como quinientos largometrajes y más de mil cortos en veintidós años; muchos de ellos, producidos en las regiones colombianas.
El reconocimiento explícito del libro colombiano les garantizaría a los libros editados, elegidos, escritos o creados en el país, o con la concurrencia de sus actores, acceso a incentivos de financiamiento, estímulos automáticos, promoción y participación en ferias internacionales del libro, con apoyo. Además de esto, podría pensarse en una cuota fija de libros colombianos en las compras de bibliotecas públicas. Así mismo, se promovería la conservación y preservación del patrimonio bibliográfico del país, que no puede seguir constituyéndose a partir de todo aquello que se imprima en Colombia, sino aquello que realmente haga parte de nuestro acervo creativo.
La propuesta de la Ley es clara en dejar exentos de impuestos sobre la renta no solo a los autores y traductores, sino también a ilustradores y a toda la cadena del libro, incluyendo correctores, editores, investigadores e impresores, del IVA.
Ante la estupenda noticia que dio un estudio de la Cámara Colombiana del Libro del pasado febrero, en la cual se muestra un incremento del crecimiento de las librerías en el país, la ley propone que se las considere como infraestructuras culturales para que puedan aspirar a exenciones o tarifas especiales en el predial, o la construcción de espacios para ellas, a partir de fondos públicos.
Incorporar el concepto del libro editado en Colombia y crear una política seria de descuentos no es ningún plan macabro en contra de nadie. Regular la competencia de precios entre las librerías y los canales digitales que abusan de sus descuentos —como ocurre en Francia—; permitir que las librerías se posicionen como espacios de intercambio de conocimiento y no solo de transacciones; proteger a las editoriales más pequeñas, y cuidar, sí, cuidar una historia de noblezas y empeños, es crucial para un país que debe reconciliarse. Se trata de ampliar y profundizar la democracia del libro, de crear discusiones sanas y profesionales. La industria editorial lo merece: han sido muchas décadas de persistencia y construcción y llegó la hora de dejar de actuar como si se tratara solo de medidas económicas y políticas —que se negocian con senadores a espaldas de los editores—, perdiendo de vista el gran fondo cultural que representa nuestra bibliodiversidad. Tal vez mañana hagamos encuestas sobre qué leemos los colombianos, y no cuántos libros compramos.
