
A partir del artículo de Juan Diego Quesada, publicado en la web del diario El País, de España, en su edición América, el pasado domingo 29 de junio, sobre las intenciones golpistas del excanciller Álvaro Leyva Durán, se produjeron una serie de réplicas y reacciones que es importante analizar en aras de una verdadera defensa del periodismo y de la profundización democrática de los medios de comunicación.
Lo primero que llamó la atención es la falta de crédito de los primeros periodistas en los medios que dieron la noticia, que provenía de un diario con casi cincuenta años de historia, respetado por la mayoría y que, como todos hoy, tiene su propia agenda.
A esa especie de reacción en caliente, que obvia reconocer la fuente de donde provienen las noticias, se han sumado decenas de periodistas, presionados por obtener audiencias debido a que son más cazadores de clics que lectores críticos de la información que se esparce cada segundo en las redes sociales, para sumar audiencia a sus noticias. Esa costumbre comenzó a instalarse en medios del país hace una década, pero se convirtió en carácter distintivo de miles de medios de comunicación del mundo. Ya saben, las mentiras después desmentidas, los famosos gatos, dietas, crímenes y recetas al uso que hacen que las audiencias crezcan, haciendo que el lector se interese para que el anzuelo lo meta en la pecera. Es simplemente el aprovechamiento de una tendencia para sacar ventaja de ella sin dar el crédito en el titular, para hacerlo dentro de la nota, lo cual garantiza que se ‘cuente’ la entrada del usuario. Dicha estrategia ha convertido a muchos periodistas de estos medios en replicantes autómatas incapaces de una actitud crítica frente a la información, el contexto, el análisis, la profundización y, aún más, la crítica fundamentada y con reportería.
Sin embargo, lo que leímos, escuchamos y vimos este domingo y lunes, mientras la noticia se esparcía por el multiverso, fueron omisiones, flagrantes actos fallidos que mostraban, en directo, la mentalidad de quienes producían la información y, seguramente, la falta de editores capaces de leer con prontitud y corregir los temores de quienes estaban frente a la pantalla escribiendo para alcanzar clics. Muchos pasaron por alto el reconocimiento de quién investigó, contrastó, revisó y llamó a las fuentes para hacer el trabajo, es decir, Quesada. Lo más fácil hubiera sido reconocer de frente, y sin ambages, que la noticia la daba un medio, como debe ser, y atribuirle a él, y solamente a su diario, la responsabilidad de las revelaciones. No obstante, dicha práctica de omitir el crédito, no reconocer al otro colega, no nombrar al medio ‘competencia’, es inveterada entre nosotros.
Lo segundo que preocupa es la manera en que nuestra sociedad se acostumbró a no llamar las cosas por su nombre. De repente, lo que se había leído en El País, como un intento de golpe de Estado, se había convertido, por arte de birlibirloque, en “unas gestiones”, “un supuesto hecho”, una retahíla de verbos condicionales para no asegurar nada, y luego, aún peor, en la desestimación de la información por parte de periodistas como D’Arcy Quinn, que intentó, ya el martes en la mañana, el golpe humorístico utilizando la etiqueta #MeCausaRisa, a la cual agregó: “el tal golpe de estado [sic] supuestamente liderado por un hombre de 82 años que fue su funcionario”.
En esta frase, por supuesto, se ponen de presente varios asuntos que todos los periodistas colombianos deberíamos comenzar a pensar y a discutir en serio. Uno de ellos es desestimar de una manera tan rudimentaria un hecho que, de tomarse por cierto, merece un análisis y profundización de una gran importancia, o de parecerles falso, deberían asumir el hecho de que uno de los colegas en un diario corporativo publicó el delirio de un adulto mayor que, por tener 82 años, no está en uso de sus facultades mentales.
Esta reiteración de relativizaciones, es decir, de desestimar o atenuar hechos que, a pesar de ofrecer pruebas —como en este caso: una grabación fue Watergate—, crean la idea de que nada se puede dar por veraz, pues todo se trata de un delirio que se puede reducir una y otra vez usando el argumento ad hominem ––desproporcionado y humillante––, que construyó Leyva en sus cartas procaces y coprológicas, leídas con fruición por muchos medios colombianos como revelaciones en una especie de éxtasis deleitoso.
Un periodista sabe que cuando se elige entrar en el terreno de las especulaciones a través de fuentes que no se pueden revelar, ni contrastar, ni hay pruebas documentales secretas de ello, frente a hechos de tal relevancia, es mejor no lanzar la hipótesis para “esperar que el tiempo haga su trabajo” e impere la fiebre del olvido. Un periodista debe comenzar a defender su oficio, pedir tiempo, analizar y hacer un par de llamadas antes de replicar sin crédito o tomar partido según sus propias creencias. Hay muchas cosas preocupantes en este episodio, y ya hay disponibles varias lecturas políticas al respecto y, sin embargo, creo que vamos tarde para que directores y directoras de medios de comunicación colombianos propongan un foro de reflexión y autocrítica, hagan un alto en el camino y piensen si en definitiva representan única y exclusivamente los intereses de sus propietarios corporativos, que tienen intereses empresariales, políticos e industriales, y se declaren de manera abierta proclives a estos intereses y enemigos del Gobierno progresista, al cual le queda un año.
No soy ingenuo, pues creo que esta sociedad ha despertado y como ciudadanos tenemos el deber de considerar, en serio, una posibilidad de comenzar a construir medios independientes, capaces de tener temperancia, moderación, investigación; medios que no estén articulados a los poderes económicos, que no sean replicantes, o que, deliberadamente, conformen un espíritu de cuerpo, de clase y de privilegios. Medios capaces de tener la ética como valor innegociable, y eso, como lo sabía Javier Darío Restrepo, pasa por entender que los periodistas tienen agencia, que tienen independencia, que deben representar la conciencia indeclinable de quien entiende que “los valores son cualidades reales pero intangibles que le imprimen a la vida y a la profesión un carácter más digno y humano”. Quizás, al no hacer este alto en el camino para revisar a fondo estas prácticas, sabremos que, cuando despertemos, la Inteligencia Artificial estará allí. No será como los dinosaurios: creará bulos y mentiras exprés y con ellas se harán guerras y se producirá más violencia, y se destruirá, sin duda, la democracia.
¿No era acaso el periodismo el borrador de la historia?
No nos resignemos a terminar siendo “el burlador de la historia”.
