Quizás más allá de las palabras podemos hacer una férrea y nueva defensa de la poesía, más allá de esas fronteras en las que se limitan nuestras posibilidades de expresar las emociones más profundas y verdaderas. Allí cuando nada más quede de un mundo en escombros quedará la poesía con su infinita posibilidad de conectarnos con el misterio y lo desconocido para darnos una voz y ponerle unas palabras a nuestro hastío o asombro. Es cierto que la poesía muchas veces enfrenta su propia derrota, revelando la brecha entre lo que decimos y lo que no se puede expresar, entre lo individual y lo colectivo. Pero siempre será un lugar de reflexión que invita a confrontar lo desconocido y a romper la rutina del lenguaje cotidiano. Es a través de ella que no solo buscamos comunicar sino también activar resonancias ocultas en las palabras, promoviendo un juego de significados que va más allá de la simple información.
Vivimos en un mundo donde la comunicación a menudo se reduce a un intercambio superficial. Allí la poesía cobra un nuevo sentido precisamente más allá de las palabras, de nuestra moneda de cambio en la sociedad, derrotando la inmediatez y el ruido y mostrándose como un refugio para los avatares y desafíos de la experiencia humana. Su capacidad para enfrentar lo oscuro y lo desconocido se vuelve esencial en un contexto donde las narrativas mentirosas y demagógicas suelen prevalecer. La poesía no solo enriquece el lenguaje, sino que también ofrece nuevas formas de ver y entender la realidad, desafiando las normas establecidas y abriendo espacios para la subjetividad siempre más allá de las palabras. Por eso filtra lo esencial en medio del bullicio y nos ofrece el silencio como antídoto a pesar de la saturación de datos, algoritmos y megabytes que nos definen hoy.
“La poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita” sentencia sin dudar Mario Ruopollo en la hermosa película Il Postino. Ahí nos confirma que también es una herramienta poderosa para explorar y expresar la complejidad de nuestra identidad en un presente donde esas identidades están fragmentadas.
Hoy, más que nunca, necesitamos poesía. En esta sociedad llena de lenguajes, pero sin un idioma común que nos permita ser mejores seres humanos, la poesía se convierte en la posibilidad verdadera de unificar la raza humana en un lenguaje de emociones y en un idioma de afectos para llenar otra vez de alma un mundo que cada vez pareciera ser más de plástico y de metal.
Estoy convencido de que nadie puede enseñar a escribir poesía, pero sí podemos tener muchas formas de acercarnos a ella como lectores. Cada poeta tiene su propio taller, una especie de carpintería secreta donde las palabras toman forma. Neruda, por ejemplo, escribía a mano y apenas corregía. Charles Simic confesaba que escribía en múltiples libretas, entre las cobijas. T.S. Eliot, por otro lado, era obsesivo con la corrección de sus primeros borradores. Cada uno, a su manera, encontraba, en esa carpintería, su voz y su camino.
Lo primero que debemos entender es que la poesía no está reservada para unos pocos “iluminados”: Está al alcance de todos, y quizá lo único que necesitamos es afinar nuestra capacidad de observación y asombro. Se trata de ver más allá de lo evidente, de leer entrelíneas en cualquier texto que llegue a nuestras manos. Y no solo leer entrelíneas, sino también leer con emoción, con ese sentimiento que nos lleva a escoger, a lo largo de nuestra vida, los autores y libros que resuenan con nuestra forma de ser y estar en el mundo. Esos libros y autores van formando un árbol genealógico de afectos literarios que, sin duda, influirán en nuestra voz cuando intentemos escribir un poema. Decía el profesor John Keating, el célebre profesor de literatura de Welton en la Sociedad de los poetas muertos que “la medicina, el derecho, los negocios, la ingeniería, son actividades nobles y necesarias para sustentar la vida. Pero la poesía, la belleza, el romance, el amor: esto es por lo que nos mantenemos vivos”. Por eso inspiró, entre tantas cosas, a sus estudiantes y les abrió la conciencia a tantas miradas diferentes y nuevas.
Lo más importante al escribir poesía es hacerlo porque sentimos la necesidad, porque las emociones nos guían. Los grandes poetas que nos han marcado pueden darnos pistas sobre el tono y los acentos cuando no sabemos cómo nombrar o decir algo de manera personal. Al principio, imitar es útil, como quien calca un mapa en papel mantequilla y luego lo colorea. Pero con el tiempo, es nuestro propio pulso el que debe crear mapas de mundos nuevos, mundos que aún no existen. Los maestros nos prestan su voz al principio, pero pronto descubrimos que debemos poner su enseñanza al servicio de nuestra propia voz, no al revés. Como bien dijo Héctor Rojas Herazo, el diccionario es la “gran novela del idioma” donde podemos confirmar que con las palabras más sencillas podemos construir universos infinitos. Por eso la poesía va más allá de esas palabras y se queda y permanece, con “ardiente paciencia, en la verdadera memoria donde todo se transforma en recuerdos nítidos e imágenes resplandecientes que es la memoria del corazón, la verdadera casa de la poesía siempre.