Daniel Schwartz
8 Febrero 2023

Daniel Schwartz

Micción imposible

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No recuerdo la trama de ese día, pero sí su desenlace. Sé que no lo soñé porque mis padres me lo han recordado un par de veces. Sucedió en uno de mis primeros días de colegio. De repente estaba con los pantalones abajo y orinando en medio de la arenera. Recuerdo estar sosteniendo mi pene con ambas manos, meando sin culpa, rociando al mundo con mi alegría. Me gustó que los otros niños se rieran conmigo (en realidad se reían de mí), que señalaran con asombro mi diminuto y cercenado miembro con una mano, y se taparan la boca con la otra para esconder la carcajada.

Las profesoras gritaron, me regañaron, llamaron a mis padres. Mi padre rio, orgulloso de su hijo montañero, pero mi madre no: sintió culpa por haberme criado como a un perro y no como a una persona. Vivíamos en el campo, y ella, cansada de limpiar el baño cada vez que yo lo usaba, me enseñó a orinar en los arbolitos. “El chichí es abono para las plantas”, le dije, repitiendo la excusa instruida por mi madre, a la profesora que me subía los pantalones y me agarraba de la mano para llevarme a no recuerdo dónde. No lloré ni hice pataleta tras el regaño, sabía que las raras eran las profesoras, el colegio, el mundo entero, todos excepto yo.

A pesar de mis modales del campo, después del incidente hacer amigos fue relativamente fácil. Nunca cogí la costumbre de orinar sentado a pesar de que cada vez, y con mucha razón, más hombres lo hacen. Para mí, mear sentado es aburrido. ¿Dónde queda entonces la libertad frente al lienzo en blanco? ¿La posibilidad de hacer mío cualquier lugar? 

Hace unas noches iba caminando de vuelta a casa y me entraron las ganas. Ninguno de los lugares nocturnos –pregunté en tres– quiso prestarme su baño. Paré en un muro y le di abono a esta ciudad infértil, a ver si de pronto ahí crecía una flor. De repente, escuché el sonido de una moto de policía que se acercaba, porque ya sé cómo suena el motor de las motos de policía. Imaginé con temor la incómoda conversación con los policías. “Joven”, diría uno de ellos. “Señor agente”, respondería yo. “Papeles”. “Un momentico”, diría mientras subía la cremallera. Pensé en contarles mi historia de infancia, que así me criaron y que orinar en la calle es parte de mi identidad, que me identifico como un tipo que orina en la calle. Pero la moto de policía pasó de largo. Me salvé de pagar la multa desproporcionada de 32 salarios mínimos y de asistir por varias horas a algún taller de convivencia ciudadana. 

Creo que a muchos nos pasa, especialmente a los hombres, que no podemos aguantar las ganas, que no tenemos autocontrol. Fuimos enseñados a no esperar y por eso no aguantamos a llegar a alguna casa, propia o ajena, para hacer nuestras necesidades. También hay algo de querer marcar territorio. Quizá es solo un problema mío. Sé que puedo y debo aguantarme –aguantar la fisiología es la prueba máxima del autocontrol–. Es, al final, cuestión de saber respirar.

Pero es también una cuestión de privilegio. Hace un par de años, la ONG Temblores radicó una demanda al artículo del Código Nacional de Policía y Convivencia sobre comportamientos contrarios al cuidado e integridad del espacio público, especialmente al aparte que prohíbe la realización de las necesidades fisiológicas en el espacio público. Según Temblores, esta prohibición discrimina a las personas habitantes de calle que hicieron de las calles su casa, no importa por cuál razón. A falta de un lugar en el que puedan hacer sus necesidades, la única posibilidad es la calle. 

La demanda, que fue aceptada por la Corte Constitucional, no solo busca que las personas en situación de calle no sufran algún tipo de sanción, sino que el Estado ofrezca una solución. El Estado no solo debe permitir que cada persona viva la vida que quiere vivir, también es su obligación brindar las condiciones mínimas para ese propósito. Por eso, la Corte ordenó que todos los municipios brinden algún tipo de asistencia sanitaria a las personas que viven en la calle.

El espacio público en Colombia no ofrece la infraestructura sanitaria necesaria. La solución ha quedado en manos de espacios abiertos al público, pero privados: centros comerciales, restaurantes y cualquier tipo de local abierto al público que, de todas formas, bajo ninguna circunstancia aceptan a los y las habitantes de calle. Es un proyecto difícil, pues la Corte Constitucional ordenó el cumplimiento a los gobiernos locales, y ellos, a su vez, lo ordenaron a los municipios, que son más de 1.000 en todo el país. La ONG Temblores sigue haciéndole seguimiento a la implementación. En Bogotá ya existen sanitarios públicos, pero hay que pagar para usarlos y varios son administrados por privados o por algunos parqueaderos públicos. Pero a pesar de las dificultades, se trata de un paso enorme en el derecho de todos al espacio público, el derecho de que todos los ciudadanos podamos hacer aquello que nos hace iguales: orinar libres y tranquilos.

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