Federico Díaz Granados
3 Marzo 2025 05:03 am

Federico Díaz Granados

Mientras los planetas esperan

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

El pasado 28 de febrero tuvo lugar uno de los fenómenos astronómicos de nuestro tiempo: la alineación de Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Neptuno y Urano y su completa visibilidad desde la Tierra. Fue como una coreografía del cosmos y un espectáculo celeste de esos que suele asombrarnos con alguna frecuencia. Todos aquellos sucesos nos devuelven algo de la belleza del universo y sirven de recordatorio de nuestra insignificancia. 

Siempre me llamó la atención la astronomía y a pesar de mis pocas habilidades para comprender fenómenos físicos y entender la precisión de las matemáticas y la geometría siempre hubo algo poético en querer indagar y hacerme preguntas sobre los misterios del universo. Los anuncios de eclipses, los pasos de cometas perdidos por nuestra órbita y la certeza de cada noticia que llega desde ese infinito nos dan alguna respuesta sobre nuestro origen y nuestra existencia me hizo siempre imaginar que la astronomía siendo una ciencia es una evidencia de los mitos y por ende de la poesía de siempre. Sobre nosotros siempre hay respuestas y desde las luces que nos llegan de estrellas que murieron hace millones de años hay un eco de aquel Big Bang primigenio donde todo comenzó.  Carl Sagan logró escribir una hermosa reflexión desde la poesía sobre aquella foto tomada por la sonda Voyager I, el 14 de febrero de 1990, a una distancia de 6.000 millones de kilómetros. Ese pálido punto azul que es nuestra casa y el único lugar hasta ahora comprobado donde se ha desarrollado la prodigiosa aventura de la vida. Allí, en esa mota suspendida y atravesada por un rayo de sol en donde vivimos y donde intentamos hacer acuerdos para vivir en sociedad: “La Tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en su gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades cometidas por los habitantes de una esquina del punto sobre los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina. Cuán frecuentes sus malentendidos, cuán ávidos están de matarse los unos a los otros, cómo de fervientes son sus odios. Nuestras posturas, nuestra importancia imaginaria, la ilusión de que ocupamos una posición privilegiada en el Universo... es desafiada por este punto de luz pálida”. Regreso con frecuencia a esta premisa de Sagan para recordar que las ambiciones y las codicias humanas nos seguirán llevando irremediablemente hasta el fin. 

En tan solo un cuarto de lo que va de este siglo XXI somos testigos del nacimiento de unas nuevas formas del orden mundial. Mientras observamos el orden del universo alineado frente a nuestros ojos, acá abajo el caos se expande de mil formas y el mundo sigue a la deriva a merced del capricho de sus líderes. La semana pasada vimos por televisión en vivo y en directo el fin de las maneras diplomáticas, los modales de los que hablaban las abuelas. Vimos gritar y manotear a un presidente y un vicepresidente para atacar a otro presidente a pocos centímetros de distancia. 

Aquellos planetas nos observan y nos han observado desde siempre con el silencio que otorga las posibilidades del infinito. Desde allí, la vida microbiana que debe existir en cada uno de esos compañeros de viaje en el sistema solar ha sido testigo de cómo hemos traicionado nuestras propias promesas. Vimos desplomar esta semana la diplomacia en tiempo real, en vivo y en directo, con un tono de voz altisonante para dejar claro cuál es el talante del nuevo orden del planeta. Cuánta falta nos hace volver a identificar los matices, la persuasión y los consensos. Siento esta nueva era de la política como un mal performance de la grandilocuencia, la caricaturización de las legítimas indignaciones y la proliferación de los eslóganes que alimentan el miedo y la desconfianza. 

Charles Simic nos recordó que se acercaba la época de los poetas menores. De alguna forma veía venir este tiempo de líderes sin grandeza. Es un tiempo mediocre que mientras pasa dejará secuelas imborrables y heridas abiertas para siempre. Quizás sea la literatura, una vez más, la que nos permita recuperar un lenguaje que nos permita entendernos por encima del algoritmo y la inmediatez. Allí, la poesía de siempre le devolverá la dignidad a las palabras que fundan los relatos compartidos y los pactos de convivencia. Los Wayuu, por ejemplo, creen en el carácter sagrado de la palabra y saben que solo a través de la palabra y de quién ejerce ese oficio que es el Palabrero se pueden llegar a acuerdos, a mediaciones. El Palabrero es el portador de la sabiduría que da la palabra y el que lleva a su comunidad a la reconciliación. 

En el desorden de estas ruinas de la civilización que fuimos, en medio de esos escombros, debemos volver a las palabras esenciales. En este tiempo de líderes mediocres y altisonantes, la literatura es una vez más la verdadera casa de las palabras, la moneda de siempre que nos permitirá seguir sobreviviendo a pesar de nosotros mismos. Mientras tanto, los planetas no nos juzgan, tan solo esperan y a la vez traemos de vuelta esos versos del gran poeta italiano Salvatore Quasimodo: “Cada uno está solo sobre la faz de la tierra / atravesado por un rayo de sol / y en seguida anochece”.  Pero todavía no es de noche. Aún no, a pesar de todo.  Mientras existan las palabras y la poesía las llene de dignidad, habrá la posibilidad de persistir en el diálogo y en recuperar, así sea un poco, algo de la grandeza perdida en el mundo Antes de que anochezca, mientras los planetas esperan. 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas