
Esta es la primera columna en CAMBIO en la que no escribo sobre fútbol. Si la pelota no se mancha, ya llegará el momento de hablar de nuestra selección de mayores; de cómo los colombianos —históricamente campeones mundiales de partidos amistosos— tendríamos ahora la copa del mundo si los partidos de fútbol duraran 80 minutos.
Esta vez escribo desde un punto de vista del que mi generación no había vivido del todo. Los colombianos aprendemos en el colegio que desde antes de ser una nación hemos vivido en guerra. Si bien tenemos claro que la violencia no ha parado, en las grandes ciudades no crecimos acostumbrados a los atentados. Las bombas no amenazaban en las esquinas o en los centros comerciales. Eso que pasaba en las canciones de Poligamia era algo del pasado.
Recuerdo ir con diez años a la marcha del 4 de febrero de 2008 contra las Farc porque hago parte de una generación que pudo marchar contra la violencia. Igualmente crecí entendiendo que había un conflicto que, aunque no pasaba en las ciudades como antes, nos indignaba a todos. Bien nos dijo el padre De Roux —más de una década después— que una de las características de nuestro conflicto es que quienes más lo sufren están en las zonas rurales.
No dijo nada nuevo, pero sí honra a las víctimas que una autoridad lo reconozca.
Ahora noto con tristeza que el pasado empieza a estar presente. No llevamos menos de una semana del atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay y desde el lunes pasado las bombas en el Valle del Cauca y Cauca se han podido contar por decenas. Se nos olvida, o al parecer nunca lo hemos aprendido, que el respeto por la vida debe ir por encima de cualquier cosa. Que, como le arengaba Antanas Mockus a aquel Martín que lo seguía dos años después de la marcha contra las Farc: “la vida es sagrada”.
Al mismo tiempo, soy partidario que, desde la autocrítica, nos preguntemos qué responsabilidades podemos tener nosotros en todo esto. Recuerdo, con algo de vergüenza, que lleno de indignación me salí del grupo de WhatsApp de mi familia el día en que ganó el No el plebiscito por la paz de 2016. Ahora, nueve años menos joven, noto que el problema está en la intolerancia hacia el que piensa distinto.
Es triste entender que en Colombia hayamos tenido que vivir, de nuevo, un atentado a un precandidato presidencial para llegar al consenso de que debemos moderar el lenguaje; entender que la violencia empieza con las palabras. Todos somos responsables de saber que nuestro lenguaje puede incitar al odio.
Hoy, en estos tiempos de inmediatez y de polarización, estamos siendo carne de cañón para que estos fenómenos sigan pasando. Es un gran dilema: tampoco se puede poner la otra mejilla. Ante el abuso de poder, la mentira, la desinformación y el sicariato digital es necesario actuar. El problema está en que si ese actuar viene con más violencia no estamos yendo a ningún lado. Si nuestro lenguaje se vuelve en responder ojo por ojo, mínimo vamos a terminar todos tuertos. Aunque no noto que exista una fórmula exacta, veo que el secreto puede estar por el lado de la objetividad y de llevar los debates con el ánimo de construir desde las diferencias. En Colombia se nos ha olvidado que un contradictor no es un enemigo.
Hay que tener cuenta que, según la teoría del 90-9-1, en las redes sociales solo el 1 por ciento de los usuarios genera la mayoría del contenido. Mientras que el 9 por ciento interactúa ocasionalmente y 90 por ciento observa sin participar. Esto significa que el debate digital suele estar sobrerrepresentado por las voces más activas —y muchas veces más radicales—, distorsionando la percepción de lo que realmente piensa la mayoría.
Precisamente por esto, y para no caer en esa lógica de confrontación constante, comparto estos 10 consejos, basados en expertos en resolución de conflictos como Marshall Rosenberg y Peter Coleman, y experiencias como Braver Angels y StoryCorps. También en investigaciones de la Unesco y la ONU. Todas son fuentes que han demostrado cómo es posible despolarizar el lenguaje sin renunciar a nuestras convicciones:
- Recuerde que hay una persona real detrás de cada cuenta. No diga en el debate digital lo que no diría en una conversación cara a cara.
- Respire, piense antes de responder. Si un comentario le molesta o indigna, tómese unos segundos antes de reaccionar. La pausa puede evitar una escalada innecesaria.
- Pregunte en lugar de atacar. Cambie frases como “¡Usted está mal!” por “¿Podría contarme por qué piensa así?”.
- Siga cuentas que piensen distinto a lo que usted piensa. Es una de las mejoras maneras para hacerle una gambeta al algoritmo y para no encerrarse entre opiniones iguales.
- No comparta contenido sin verificar su veracidad. Si no está seguro de que sea cierto es preferible no difundirlo.
- Utilice un lenguaje basado en hechos, no en insultos. Reemplace adjetivos ofensivos por argumentos concretos y bien sustentados.
- No participe en conversaciones con el único propósito de 'ganar'. Hable con la intención de comprender, incluso si no cambia de opinión.
- Comparta contenidos que muestren humanidad y matices. No todo debe girar en torno a la indignación; hay espacio para historias que construyen puentes.
- Si se equivoca, reconózcalo y corrija. Admitir un error no lo debilita, lo fortalece como interlocutor confiable.
- Bloquee o silencie solo si es necesario. No convierta la cancelación en su primera reacción. Tenga claro que no todo merece una confrontación pública.
