Helena Urán Bidegain
16 Junio 2025 03:06 pm

Helena Urán Bidegain

Murió impune: Rafael Samudio y el precio del olvido en un país que dice querer la paz

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Rafael Samudio Molina murió justo cuando Colombia se prepara para conmemorar los 40 años de la tragedia del Palacio de Justicia. La paradoja es brutal. Cuatro décadas después, seguimos exhumando cuerpos, buscando verdades, reconstruyendo fragmentos de lo que ocurrió en esa asonada estatal disfrazada de operación de rescate y retoma. Mientras tanto, el máximo comandante del Ejército de entonces muere libre, impune, sin haber rendido cuentas ante la historia ni ante la justicia.

Asombra —e indigna— leer cómo algunos medios de comunicación hoy se refieren a él como “uno de los protagonistas del controvertido operativo de retoma del Palacio de Justicia”. ¿Controvertido? Lo que muestran los videos, los testimonios, los informes forenses y las investigaciones independientes no es materia de debate: son hechos. Son tanques disparando sobre un edificio civil, cuerpos calcinados, personas desaparecidas, ejecuciones extrajudiciales, violencia sexual, cremaciones irregulares y actas falsificadas. Es la institucionalización de una masacre. ¿Qué parte de eso resulta controvertida?

En este audio, donde se escucha su voz dando la instrucción de arrasar con todo y aprovechar que aún no ha llegado la Cruz Roja, se evidencia exactamente quién fue Rafael Samudio:

Paladín 6: “Entiendo que no han llegado los de la Cruz Roja, por consiguiente estamos con toda la libertad de operación y jugando contra el tiempo. Por favor, apurar y consolidar […] acabar con todo y consolidar el objetivo.”

Su participación fue activa, consciente y criminal. No fue un accidente en el fragor del combate. Este audio revela el verdadero propósito: una operación de fuego total, donde no se protegió a los civiles ni se respetaron los mínimos protocolos legales. Es una evidencia concreta de crímenes de lesa humanidad, no un “exceso” ni una estrategia militar aceptable.

Pero más escandaloso aún es que un medio de alcance nacional se haya atrevido a titular su obituario refiriéndose a Samudio como “víctima de un atentado”. ¿De verdad no lo ven? ¿Ese es el ángulo elegido para transmitir la noticia de su muerte en impunidad? ¿Eso es lo que define su paso por la historia? Se omite que fue el comandante del Ejército durante uno de los episodios más oscuros del siglo XX colombiano, responsable último de proteger a la población civil —incluidos los rehenes de la Corte Suprema—, y en cambio se lo presenta como víctima, mientras se invisibiliza a quienes sí lo fueron, por decisiones tomadas por él mismo. ¿Alguien les advierte a los periodistas que la narrativa mediática debe suavizar la barbarie cometida por la Fuerza Pública?

Samudio no solo dirigió esa operación militar absolutamente desproporcionada, sino que también fue uno de los portavoces más fieles de una doctrina militar que veía en la diferencia política un enemigo interno, desde el Estatuto de Seguridad Nacional de Turbay Ayala. Por acción u omisión, también avaló —si no participó directamente— en el exterminio sistemático de la Unión Patriótica, una de las heridas más profundas de nuestra historia reciente.

La prensa tiene una función democrática, no condecorativa. ¿Por qué tanto temor a nombrar a los responsables por lo que son? ¿Por qué se prefiere hablar con eufemismos, como si llamar “operativo” a una masacre la volviera aceptable? ¿Por qué se relativiza el horror y se naturaliza la impunidad, especialmente cuando los perpetradores tienen uniforme o rango?

En cualquier Estado de derecho, un comandante así no muere entre homenajes ni titulares benevolentes. En cualquier democracia madura, los militares no son venerados por su silencio, sino interpelados por sus actos. Y la prensa no los recuerda como víctimas de un atentado aislado, sino como funcionarios públicos que fallaron en su mandato más elemental: proteger vidas humanas.

Todo periodista debería saber que la cadena de mando está consagrada en el artículo 28 del Estatuto de Roma: si los comandantes militares y otros superiores jerárquicos sabían o debían haber sabido lo que hacían sus subalternos, deben ser considerados penalmente responsables.

Esto trasciende el hecho de que la justicia colombiana, fiel a su inoperancia —y, en muchos casos, a su complicidad con la continuidad de la violencia—, nunca haya llegado a condenarlo por su responsabilidad en el baño de sangre del Palacio de Justicia.
También trasciende la vergonzosa manera en que, desde el Ejecutivo, se ha protegido a responsables de guerra, como sucedió con Samudio, quien fue nombrado Ministro de Defensa apenas un año después de la masacre. Su responsabilidad está a la vista de todos: en los cientos de videos y audios de las comunicaciones militares del 6 y 7 de noviembre de 1985.

Murió como vivió desde 1985: amparado por un país que todavía no se atreve a juzgar a sus propios verdugos, que premia la obediencia ciega y olvida que no hay honor donde hubo barbarie.

No se trata de venganza, sino de ética pública.
Si el Ejército traiciona su deber de proteger a los civiles, ¿a quién obedece?
Si la prensa maquilla los hechos, ¿qué tipo de opinión pública espera formar?
Si la justicia se cruza de brazos —por miedo, por conveniencia o por cálculo político—, ¿quién garantizará que crímenes tan graves no se repitan?
Y si la historia no separa a las víctimas de sus verdugos, ¿quién pondrá las palabras justas sobre lo ocurrido?

Con relatos de héroes luciendo medallas, homenajes ciegos, medias verdades y titulares cómplices, nunca la vamos a encontrar.

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