
Entró en la ciudad un burro que acarreaba en su lomo la estatua de un dios. A su paso, muchos se arrodillaban y el burro, creyendo que lo adoraban a él, se hinchó de soberbia, se puso a rebuznar y no quiso seguir adelante. El arriero que lo llevaba, azotándolo, le dijo: “no eres tú el dios, burro, sino que llevas al dios”.
Esta fábula de Esopo fue rescatada por el humanista Andrea Alciato en el siglo XVI y hacía parte de sus Emblemas, que consistían en un lema y unos versos acompañados de imágenes. Este era el Emblema VII, titulado Non tibi, sed religioni (No a ti, sino a la religión).
Alciato se refería, entonces, al abuso de poder por parte de los sacerdotes, los obispos, los cardenales y el mismo papa. Ellos son representantes de la religión, es decir, los burros que cargan la estatua de dios en su lomo, y, por lo tanto, cuando la gente los alaba o los bendice o se arrodilla a su paso, no se arrodilla ante el hombre sino ante la representación de dios.
El mensaje hoy es igual de claro, y me temo que no solo aplica para los miembros de la Iglesia, sino para todos aquellos que creen que su posición es digna de reverencia, es decir, para todos los poderosos. Los presidentes y sus ministros, los empresarios y los gerentes, todos son burros. Burros que llevan en su lomo la carga preciosa de la profesión que representan, la majestad de su cargo.
Parece una verdad tonta, pero la mayoría de estos personajes actúan como el burro de la fábula. Creen que es a ellos a quienes el mundo ovaciona o frente a quienes tiemblan ejércitos y gobiernos, o en nombre de quienes protesta la gente en las calles. Pero lo cierto es que no son más que vehículos, porque lo que importa no son ellos sino lo que representan. Un gobierno, una iglesia, el dinero. ¿Qué sería el cura sin la sotana? ¿Y el presidente de la República sin su puesto? ¿Y el gerente sin su empresa? ¿La gente los miraría con la misma reverencia? ¿Continuarían adorándolos?
Pero hay otra cosa: la carga que lleva ese burro a cuestas es sagrada. Si la deja caer, si la rompe, si la descuida, tendrá que pagar las consecuencias. Igual debería ocurrir con los sacerdotes que violan niños, con los presidentes que usan su cargo para enriquecerse y fomentar el odio entre sus compatriotas, con los empresarios que sistemáticamente maltratan a sus empleados haciéndolos trabajar horarios inhumanos y escudándose en lo mal que va la economía para ganar ellos un poco más, al tiempo que reducen los costos de sus empresas.
Todos ellos (que son tantos, en realidad) deberían pagar el precio de sus acciones. Ahí sí deberíamos levantarnos y atacar a esos burros que juegan, que usan, que maltratan y que destruyen aquellos símbolos que deberían ser respetados y mantenerse respetables.
La próxima vez que un poderoso se mire al espejo, debería preguntarse si es su carisma o su belleza, su inteligencia o su sagacidad, lo que logra que la gente le aplauda cuando pasa. Probablemente su respuesta sea la misma que dijo el arriero: “no eres tú el dios, burro”.
