Federico Díaz Granados
4 Agosto 2024 05:08 pm

Federico Díaz Granados

Pequeña oda al instante perfecto

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Hace poco volví a ver la serie The Chair (La directora) por Netflix. La había visto hace un par de años, precisamente durante una estancia académica en la Universidad de Virginia, pero la repetí hace poco en compañía de mi amigo el poeta Juan Felipe Robledo y volví a tener la sensación de aquella primera vez y fue la de sentir que la serie retrataba en tono, por momentos de tragedia y, en otros de comedia, la realidad y cotidianidad de las intrigas, luchas internas, conspiraciones, guerras de poder y competencias que hay al interior de una facultad de humanidades y un departamento de letras o literatura en cualquier lugar del mundo y cómo, a pesar de todo eso, hay figuras y maestros y maestras brillantes que dejan huellas indelebles en los estudiantes y cuyas anécdotas y dichos siempre salen a relucir en cualquier reunión o reencuentro de exalumnos.

Todos, de alguna manera, incorporamos a nuestro ADN a esos maestros de vida o academia que nos marcaron. En muchas oportunidades también somos testigos de esas pequeñas batallas al interior de las universidades y colegios entre aquellos maestros de vieja data, emblemáticos y que hace mucho impusieron su modelo de enseñanza y los nuevos que llegan llenos de ímpetu e innovaciones didácticas. La idea es que siempre haya un equilibrio y, como dice Luis García Montero, son tan peligrosos los viejos cascarrabias que creen que ya no hay nada que aprender como los jóvenes adánicos que creen que se están inventando todo. Todo eso lo pensaba mientras veíamos la serie y, recordábamos maestros, con mi amigo Juan Felipe.

En la década de los ochenta y noventa el poeta, profesor y crítico David Jiménez Panesso era una leyenda en las aulas de la Universidad Nacional de Colombia. No había término medio con él. Se le admiraba y temía. Podía querérsele o tenerle bronca, pero siempre había algo que mencionar de él. Para algunos el reto era solo pasar sus materias, para otros era ser reconocidos por ese maestro. Lo importante era que no resultaba indiferente y ese entusiasmo y pasión con el conocimiento y la cultura se contagiaba de una manera viral por tratarse de esos maestros que expandían la mirada y la conciencia y confrontaban a sus estudiantes desde la inteligencia y la incomodidad. Eso era lo que mencionaban mis tantos amigos y colegas y por eso tuve un retrato claro de su personalidad. Esos relatos ayudaban a construir la leyenda de sus clases, de sus tutorías y de su forma de enseñar. No pasaba desapercibido ni nadie era indiferente a su enseñanza. El resultado es que con él se formó una generación de escritores y críticos que hoy animan el debate literario en el país y es inevitable ver su impronta en amigos como John Galán Casanova, Patricia Trujillo, Jineth Ardila, Olga Naranjo, Catalina Rey, Santiago Tobón, Esteban Hincapié, Miguel Ángel Manrique y María del Rosario Laverde entre tantos otros. Estaba justamente con Miguel Ángel Manrique cuando supimos la noticia de su fallecimiento y desde ahí el resto de la tarde fue un traer a la memoria anécdotas y recuerdos de David y de sus clases sobre poesía colombiana, crítica y Walter Benjamin entre otras clases tan emblemáticas que aquellos que podían entrar a su oficina se les conocía como miembros del Club Benjamin.

Yo nunca fui su alumno pero lo conocía como poeta y como el riguroso ensayista sobre poesía colombiana que publicaba en los suplementos culturales del país semblanzas de algunos de los más importantes autores nacionales y las diferentes generaciones, grupos y escuelas literarias. Esa fue una de sus obsesiones: organizar desde su sensibilidad crítica la historiografía de la poesía nacional tan llena de nombres, obras, momentos y registros. Sus ensayos sobre el romanticismo colombiano no solo abren muchas puertas para comprender este momento estético e histórico de nuestro país, sino que revelan algunos de los poemas desconocidos de Rafael Pombo o de José Eusebio Caro por los cuales podemos interpretar el papel de Colombia en el mundo hispánico en el siglo XIX. Sus ensayos sobre crítica o sobre autores como Rafael Maya vuelven a poner de moda esos nombres olvidados de nuestra literatura. Con Olga Naranjo me envió de regalo a comienzos de 2002 el libro Poesía y canon. Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia (1920 -1950) publicado por Editorial Norma. El ejemplar venía con una razón: “entrégale ese ejemplar a ese muchacho porque me cae bien y me parece juicioso”. Lo agradecí como una deferencia que venía de ese maestro que además amaba el tango y a los poetas italianos y anglosajones, del que tanto me hablaban mis amigos. Para entonces, yo había leído algunos de sus poemas de Retratos que había ganado el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia y años después Día tras día, que fue merecedor del Premio Nacional de Poesía de Colcultura (poco antes de convertirse en Ministerio de Cultura) donde siempre, desde una sencillez hacia unos rotundos retratos de las familias, las intimidades de la casa y los rencores y afectos que se instalaban. Esos poemas de unas hermanas que al final de la vida y en lo hondo de la casa se mimaban con rencor es de lo más cercano y sencillo que he leído sobre las familias en la poesía colombiana.  A propósito de su muerte, su sobrina, la periodista Ana Cristina Restrepo, recordó su Retrato del padre: "En sus cartas habitaba / un alma más dulce / pero su cuerpo la guardaba de nosotros / Nunca vi sus ojos / de bebedor silencioso / hasta la tarde en que sombrío / Los cerró por fin en casa".

Su Antología de la poesía colombiana, publicada en la colección Cara & Cruz, de Editorial Norma, también es un texto de obligatoria consulta en muchos colegios del país. Su ensayo introductorio permite entender muchas de las claves del destino de la poesía colombiana a partir de algunos de los sucesos históricos de nuestro siglo XIX. Ese recorrido desde José Eusebio Caro hasta José Manuel Arango traza un mapa necesario de nuestra tradición. En lo personal tuve que consultarlo seguido cuando preparé la antología Preludio de primavera de Rafael Pombo que publiqué con Seix Barral en 2021. Quise llamarlo a consultarle muchas cosas, pero me dijeron que su memoria se esfumaba y que ya había entrado en una niebla gris bajo el cuidado de mi querida amiga Rita Astrid Rodríguez en su casa vecina del Hospital Militar Central. Me quedé con el deseo de su comentario sobre mi antología de Pombo, de su aprobación y de que asintiera sobre alguno de mis juicios sobre el mayor de nuestros románticos. Fue una deuda que la desmemoria no me permitió saldar.

Para David “la poesía es el último paso por la alquimia”. Por eso lo despido con este poema que aprendí a querer también por Juan Felipe Robledo y que de vez en cuando recordamos al calor de un buen trago mientras releemos poemas memorables colombianos:

 

Pequeña oda al instante perfecto

Afuera aguardan el deber, la angustia,

mientras, sentado, alargo los minutos

con un libro en las manos.

 

No leo o leo muy poco.

Pienso, divago, sueño: No me apresuro.

 

A veces oigo que me llaman,

                                                       suavemente,

sin rigor,

solo con una pizca de inquietud.

 

Pierdo el tiempo y no me remuerde.

Justificado por la necesidad

y el abrigo de toda censura

me siento, por fin, libre y solo.

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