Juan David Correa
12 Marzo 2025 04:03 pm

Juan David Correa

Periquito Pin Pin

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Ismael Miranda, ‘el niño bonito de la salsa’, aterrizó en Cali el 26 de diciembre de 1972. Era la estrella invitada a la Caseta Panamericana de la feria de ese año. Cantaría acompañado por la Spanish Harlem Orchestra, dirigida por el pianista Óscar Hernández. Lo acompañaban músicos de primer nivel como Joey Santiago, en el bajo; Nelson González, en el tres; Nicky Marrero, en el timbal y el bongó; Frankie Rodríguez, en la conga; Miguelito Colón, en el trombón; Jim Rodríguez, en la trompeta; y Carlos Celedón, en el piano. Miranda había comenzado su carrera con solo dieciocho años, de la mano del pianista y compositor Larry Harlow, ‘el judío maravilloso’. Era una estrella internacional del sello Fania Records, fundado por Jerry Masucci en 1964.

Ese mismo año, en La Escalinata, uno de los sitios de referencia de los bailadores y cultores de la salsa, que para entonces era un género musical repudiado por las clases altas de la ciudad, Larry Landa vendía papeletas de cocaína en las noches. Era un grill donde se ponían duros los duros. “Era vago, rumbero y pelión”, dicen quienes lo conocieron. Landa era un buscón, un caminante de la noche que vivía para la música, aunque sobreviviera del crimen. Y había conocido el Picapiedra, en la carrera 5 con calle 15, reino de Jairo Caicedo, ‘el Grillo’, uno de los primeros narcos y proxenetas de la ciudad. Su historia la llevó al cine José Antonio Dorado Zúñiga, en su película El rey (2004). También en el Picapiedra termina la novela ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo, quien por estos días cumple cuarenta y ocho años de haberse suicidado en el primer piso del edificio Corkidi, de la capital del Valle: Andrés había cruzado la frontera mental que aún tienen algunos caleños de clases pudientes que consideran que todo lo afro y popular no merece existir.

Miles de colombianos migraron a Estados Unidos a finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta. Aunque algunos estudios han querido situar allí el comienzo del narcotráfico, historiadores como Eduardo Sáenz Rovner insisten en que el tráfico de cocaína hacia Estados Unidos, según archivos desclasificados por el Departamento de Estado, en su libro Conexión Colombia, empezó en los años sesenta, e incluso hay célebres antecedentes, como los de los hermanos Echavarría, capturados en Cuba en los años cincuenta.

Las relaciones entre las industrias culturales y el narcotráfico en Colombia son profundas, y comienzan, quizás, en los años setenta, cuando la salsa ya era un movimiento y un mercado en franco crecimiento en las calles de Nueva York, desde Jackson Heights hasta Manhattan. La épica popular latinoamericana y del Caribe se mostraba en las portadas, las canciones y los negocios. Uno de ellos, la cocaína. El dinero producto del tráfico de la cocaína, debido a la absurda prohibición de la administración Nixon, contribuyó a hacer crecer de una manera tan estruendosa un ritmo y una cultura popular que, como la salsa, y en particular la caleña, fue declarada Bien de Interés Cultural de la Nación el año pasado, en un acto en el Coliseo del Pueblo y en el marco de la COP16.

Fue en ese mismo escenario donde se presentaron las Estrellas de Fania en pleno, pero el 9 de agosto de 1980, cuando Landa había migrado a Nueva York a comienzos de los años setenta para entrar en contacto con músicos, arreglistas y negociantes, como Ralph Mercado y el mismo Masucci. Estuvieron los más grandes músicos y cantantes que ya habían conquistado al mundo desde Kinsasa hasta Tokio: una verdadera constelación que incluía a Johnny Pacheco, Yomo Toro, Papo Lucca, Celia Cruz y Héctor Lavoe, por solo mencionar algunos.

Landa tenía un proyecto, apoyado por los Rodríguez Orejuela y Pacho Herrera, es decir, por el cartel de Cali, que constituyó, de alguna manera, el primer desarrollo internacional de la salsa caleña. Además de los conciertos que se sucedieron durante todos los años setenta, y hasta el 2000, se abrieron bares, una industria musical y una serie de grupos que representaron una sensibilidad inapelable, que no surgieron gracias al narco, pero que se potenció industrialmente gracias a él.

Colombia está en mora de observar con atención cómo influyó el narcotráfico en el periodismo y las industrias culturales. Aunque hay estudios serios, aún falta difusión para comprender por qué algunas figuras del arte nacional se beneficiaron del tráfico que hasta hoy sigue produciendo muertos en las regiones más excluidas del país.

Landa murió en una cárcel de Estados Unidos. Durante diez años hizo llover nieve sobre Cali: realizó la improbable empresa de tejer culturalmente dos territorios separados por miles de kilómetros y logró construir la idea de que la ciudad era una de las sucursales de la salsa mundial. Los narcos estuvieron, junto a los políticos y el establecimiento colombiano, felices bailando hasta el amanecer en Juanchito. El sociólogo Alejandro Ulloa es quien hace este estudio en su libro La salsa en tiempos de nieve: la conexión latina Cali-Nueva York (1975-2000). Alguna vez le recomendaron que “mejor dejara quieto ese tema”. Los melómanos no olvidamos la portada del disco de Fania de 1981, Latin Connection, cuya tipografía está construida por un polvo blanco. Tampoco la canción de Raúl Marrero que le da título a esta columna dedicada al periquito: “Me vigilan por allí, y yo entró por allá. Y me velan por aquí, me les cuelo por allá. Yo soy Perico Pin Pin y mi apellido es Pin Pan”. 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas