
La historia de la humanidad ha sido un eterno relato sobre las guerras. Grandes poemas épicos dieron cuenta de aquellas confrontaciones y los motivos humanos que llevaron a movilizar naciones para defender o para expandir la cultura, la identidad o el territorio. Así llegamos al siglo XXI viendo las guerras en vivo y en directo por televisión como si se tratara de un videojuego.
Haber sido niño y adolescente en la Colombia de los años ochenta y comienzos de los noventa fue haber perdido la inocencia y la mirada limpia por cuenta de las noticias diarias que daban cuenta de los múltiples conflictos nacionales y de ser testigos de varios magnicidios, masacres y bombazos del narcotráfico. Sin embargo, creo, mi primera guerra global fue la Operación Tormenta del Desierto en Irak. Si bien recuerdo con alguna nitidez las noticias de la Guerra de las Malvinas, las guerras de guerrillas en Centroamérica, los grafitis bogotanos sobre la avenida Caracas que decían ‘Fuera Rusos de Afganistán’ y la permanente ofensiva de Sendero Luminoso en Perú, aquel 17 de enero de 1991 marcó un antes y un después para mi generación: vimos por primera vez una guerra en vivo y en directo y la lluvia de misiles que llegaba vía satélite a nuestros televisores parecía juegos de bengalas en cualquier noche de celebración del año nuevo. Algo no solo se rompía para siempre en nuestra sensibilidad, sino que anunciaba lo que sería el fin de siglo y comienzo de milenio respecto a la mirada humana de los diferentes conflictos. Desde entonces no hemos dejado de presenciar el triste espectáculo de las guerras, las posguerras, los acuerdos y nuevas guerras. Cuando cayeron las Torres Gemelas muchos dijeron que directa o indirectamente todo aquel apocalipsis de comienzos de milenio no era otra que una consecuencia, entre tantas cosas, de aquel videojuego de 1991.
Han pasado en un parpadeo veinticinco años del siglo XXI y poco o nada ha cambiado la humanidad que cada vez es menos solidaria y compasiva. Unos cuantos regresamos al arte y la poesía como una suerte de trinchera mientras otros escuchan aquellas canciones que se han convertido en una banda sonora del mundo en tiempos de muerte e incertidumbre porque cuando todo arde siempre habrá una canción o una melodía que permitan soñar con un mundo mejor.
En aquellas noches de enero de 1991 sonaban en las emisoras canciones para la paz. Y tres décadas después siguen siendo esas mismas canciones las que suenan ahora en los diferentes podcasts y playlists. Hay unas fijas que no fallan en esos listados tanto de ayer como de hoy: Imagine y Give Peace a Chance de John Lennon, One Love y Redemption Song de Bob Marley, Heal The World de Michael Jackson, We Want Peace de Lenny Kravitz, Peace on Earth de U2, Peace Train de Cat Stevens, What a Wonderful World de Louis Armstrong y, por supuesto, ese himno generacional que es We Are The World. De igual forma, al listado de unas clásicas en español como Solo le Pido a Dios de León Gieco, Color Esperanza de Diego Torres y Una Canción para la Paz de José Luis Perales se suman otras como Cita con Ángeles de Silvio Rodríguez y Para la Guerra Nada, de Marta Gómez, entre tantas otras que se han convertido en consignas imborrables en tantas jornadas en favor de la paz y en contra de la guerra.
En medio de este campo de escombros que parece el mundo, recuerdo unos versos de Wislawa Szymborska: “Después de cada guerra /alguien tiene que limpiar” y pienso en todas aquellas ciudades reducidas al polvo y los cielos llenos de zumbidos de drones que sustituyen el canto de los pájaros mientras tantas madres buscan a sus hijos entre los restos de un edificio bombardeado. “Quién dijo que todo está perdido / yo vengo a ofrecer mi corazón”, nos dice Fito Páez en una de sus más bellas canciones. ¿Cómo una denuncia y un testimonio puede convertirse en poema o plegaria? Allí están las canciones que no pudieron evitar las invasiones ni los disparos pero que dejaron pequeñas y grandes justificaciones de por qué vale la pena estar vivo y creer en el amor y en las cosas sencillas que proporcionan la felicidad.
Cada canción es un pacto con la vida en medio de la muerte, es un pacto de permanencia en un mundo efímero y bajo constante amenaza. Tal vez por eso seguimos cantando What a Wonderful World en medio de la locura colectiva. Louis Armstrong, con su voz ronca, nos recuerda que los árboles verdes, los cielos azules y los niños creciendo todavía tienen cabida en este mundo herido. Es la posibilidad de contemplar la belleza cuando todo se desploma.
El poeta palestino Mahmud Darwish, quizás uno de los más grandes poetas contemporáneos, nos dice en un conmovedor poema que:
“La tierra se estrecha para nosotros. Nos hacina en el último pasaje y nos despojamos de nuestros miembros para pasar.
La tierra nos exprime. ¡Ah, si fuéramos su trigo para morir y renacer! ¡Ah, si fuera nuestra madre para apiadarse de nosotros! ¡Ah, si fuéramos imágenes de rocas que nuestro sueño portara cual espejos! Hemos visto los rostros de los que matará el último de nosotros en la última defensa del alma.
Hemos llorado el cumpleaños de sus hijos. Y hemos visto los rostros de los que arrojarán a nuestros hijos por las ventanas de este último espacio. Espejos que pulirá nuestra estrella.
¿Adónde iremos después de las últimas fronteras? ¿Dónde volarán los pájaros después del último cielo? ¿Dónde dormirán las plantas después del último aire? Escribiremos nuestros nombres con vapor teñido de carmesí, cortaremos la mano al canto para que lo complete nuestra carne.
Aquí moriremos. Aquí, en el último pasaje. Aquí o ahí... nuestra sangre plantará sus olivos”.
El mundo parece cada vez más enloquecido y la tierra, de la que nos habla Darwish, se nos estrecha cada vez más ahora con nuevas guerras y con mapas redibujándose con la tinta de la sangre y de las lágrimas de niños que deben jugar a las escondidas de verdad porque deben encerrarse y desaparecer de los radares y de los estruendos.
Y “quién dijo que todo está perdido” en estos tiempos en que las fronteras son cicatrices mal cerradas y que nunca curaron. Alguien pone en este instante una canción y nos emocionamos al escuchar What a Wonderful World. La banda sonora del mundo será siempre una banda sonora para tiempos de paz, para naciones desarmadas. La música recoge los fragmentos de lo que somos y seguiremos siendo. La poeta norteamericana Rita Dove escribió un conmovedor libro, Canciones para el Apocalipsis, una suerte de playlist para estos tiempos absurdos. Para la Guerra Nada, como dice nuestra gran Marta Gómez, porque una canción puede ser todo lo que necesitamos para no quebrarnos y no olvidar que somos humanos, muy humanos en una Tierra que, gracias a las canciones y la poesía, no es estrecha, sino ancha e infinita.
