
Esta es la última parte de una trilogía sobre la viveza, la desconfianza y la posibilidad —aún viva— de confiar. En esta entrega, exploramos cómo la confianza, más que un valor, es una decisión íntima y política, una apuesta cultural y una forma de liderazgo personal que puede transformar nuestras relaciones y sociedades.
Que la confianza está rota. Que ya no existe. Que vivimos en un mundo donde todo se controla, se firma, se supervisa. Pero basta con mirar bien —con dejar que algo aún nos asombre, con observar con la mirada más limpia— para descubrir que no es así. Todos los días hay actos de confianza, sin advertencias previas, sin amenazas, sin contratos ni garantías.
Vivo en México, un país que, según Transparencia Internacional, ocupa el lugar 126 de 180 en el Índice de Percepción de la Corrupción (vengo de Colombia, que ocupa el nada decoroso puesto 87). Y sin embargo, aquí se sostiene una de las bases invisibles de la vida en común: en la taquería de cualquier esquina (y en Ciudad de México todos vivimos a menos de cinco minutos de una), uno come y después dice cuántos tacos fueron. Sabroso, asombroso y esperanzador. Aún en el transporte público de muchos países de la región, alguien pasa el pasaje al conductor desde el fondo —y le regresan el cambio. En la tienda del barrio, se fía para la quincena. No son anécdotas aisladas. Son señales. La confianza está viva, respira entre nosotros. Y quizá ha llegado el momento de dejar de esperarla en otros y empezar a ejercerla nosotros. Porque también se lidera cuando uno confía primero.
Confiar no es de bobos. De hecho, lo verdaderamente tonto es vivir convencidos de que el que confía pierde. Imposible negar que hay abusos, fraudes o traiciones. Actuar desde la firme convicción de que vale más creer que sospechar. Porque lo contrario es resignarse. Y quien se resigna, se apaga. Lo vemos en las organizaciones, en los equipos, en la calle: donde no hay confianza florecen el control excesivo, el silencio, la mediocridad y el descuido. Los controles se disparan como trinos en la madrugada: urgentes, impulsivos y cargados de desconfianza. Y lo único que se logra es que confiar se vuelva un acto de valentía solitaria —cuando en realidad lo que necesitamos es que esa valentía se vuelva colectiva.
La confianza, en cambio, habilita. Abre el juego. Abre espacios, y también oportunidades. Provoca responsabilidad. Stephen M. R. Covey lo plantea sin rodeos: "La confianza no solo acelera los procesos, sino que también reduce los costos y multiplica la energía". Nos obliga a actuar como si el otro fuera capaz, como si también tuviera algo valioso que decir, que aportar. Y eso —aunque a veces duela— transforma los vínculos. Los vuelve más empáticos. Más amables. Porque confiar también despierta la amabilidad: ese gesto sereno de tratar bien, incluso cuando nadie más está mirando. Cuando se confía, también se activa la empatía: ver al otro no como amenaza sino como alguien que puede. Como demuestran estudios como el Proyecto Aristóteles o el Efecto Pigmalión, confiar en el potencial del otro eleva su desempeño. En Colombia, la Tienda de la Empatía ejemplifica cómo la confianza puede ser un motor de transformación. Esta plataforma permite que comunidades afectadas por el conflicto vendan sus productos directamente, sin intermediarios, basándose en la confianza mutua entre productores y consumidores. Es un testimonio de cómo la empatía y la confianza pueden reconstruir tejidos sociales rotos y fomentar la paz. La amabilidad —como la empatía— también puede transformar el mundo, una relación a la vez.
Confiar también es una decisión política: es creer que otra forma de convivir es posible, aun cuando el sistema grita lo contrario. Es desafiar el cinismo estructural y redistribuir el poder con un gesto tan simple como no desconfiar por defecto.
No hay equipo de alto desempeño que funcione sin confianza. No hay innovación que sobreviva al miedo permanente. No hay cultura sana donde todos se sienten vigilados. No hay amor que dure sin confianza mutua —lo decía Álvaro Mutis: “No hay ternura sin confianza. Lo demás es deseo apurado.” Confiar no es un capricho ingenuo: es una elección que nace del corazón, pero se confirma en la coherencia de los actos. Como dice Covey: una fe basada en evidencia. Es vivir, es creer, es cuidarse y cuidar. Es, también, liderar. Y, sobre todo, es liderarse. Porque aunque sí se necesitan líderes, es menester dejar de esperar mesías que resuelvan todo por nosotros.
Confiar, entonces, no es solamente un valor personal. Es una apuesta por uno mismo, una herramienta de liderazgo, una decisión política y una apuesta cultural. Es, en suma, una condición de posibilidad para la vida en común. Una estructura invisible que sostiene lo humano. En su modelo, Mayer, Davis y Schoorman definieron la confianza como “la disposición a aceptar vulnerabilidad basada en la percepción de la competencia, integridad y benevolencia del otro”. Confiar es eso: elegir partir de la buena fe. Es una convicción de base, no una ingenuidad. Un punto de partida, no una recompensa.
Confiar, antes que nada, es una decisión íntima. Una forma de mirar el mundo con menos armadura. Una apuesta que nos transforma primero a nosotros, y desde ahí —solo desde ahí— puede empezar a transformar lo demás.
El mismo coraje lo vemos en quien confía aun cuando no es la norma. En quien cuida, en el que vende tacos sin contarlos, en quien da crédito, en quien tiende la mano primero. Esa valentía cotidiana que no espera al mesías. Porque entendió algo simple y profundo: que la confianza no se delega. Da descanso. Deja dormir. Se ejercita. Se contagia. Se vive.
Todos los días me ocupo de ser la mejor versión de mí mismo porque quiero una vida distinta. Un mundo más habitable. Un país menos desconfiado. Empresas más humanas. Pero, sobre todo, porque prefiero la vulnerabilidad de estar en paz que la rigidez de vivir a la defensiva. Sé que no empieza por otro. Confío. No en todos, ni todo el tiempo. Pero lo suficiente para vivir más en paz conmigo mismo… y para poder amar sin miedo. Porque no se puede amar sin confiar.
No deleguemos más lo que podemos encarnar. La confianza no se hereda ni se impone. Se cultiva. Se modela. Se comparte. En casa. En el trabajo. En la calle. En los vínculos que más importan. Este mundo no va a cambiar de un día para otro. Pero puede empezar a cambiar si, otra vez, alguien —aunque sea uno— se atreve a confiar primero.
Yo prefiero vivir confiando que desviviendo.
