
Hace cinco años, durante lo más crudo y terrible del confinamiento mundial, empezaron a llegar noticias de los primeros muertos cercanos. Las estadísticas crecían y las noticias no hablaban de otra cosa. Cada noticiero parecía una película apocalíptica con sus imágenes de ciudades vacías y Unidades de Cuidados Intensivos de muchos lugares con el cupo al tope. Al final, las decisiones de los gobiernos de apretar o aflojar las medidas obedecían al nivel de capacidad de los hospitales y del número de ventiladores y tanques de oxígeno disponibles. Por esos días, y con los primeros muertos cercanos a cuestas, comenzamos a asistir a los funerales por zoom como una suerte de ceremonias de despedida en pantallas pixeladas. Sin embargo, aunque virtuales, las ceremonias cumplían los mismos rituales de despedida. Así asistí a varios funerales, matrimonios, misas de Acción de Gracias, entre otras. Recuerdo, eso sí, que la soledad de morir en pandemia era superior a la soledad misma de la muerte. Finalmente, la muerte es la última estación humana y la mayor prueba de la soledad y fragilidad.
Hace unos días, luego de una charla sobre mi libro Grietas de la luz en la Librería de Ana, en el Centro Comercial La Colina, terminé conversando con una pareja de profesores de lengua muy jóvenes sobre el tema de la muerte y la memoria. Para Silvana y Andrés, la pregunta sobre la muerte iba mucho más allá y apuntaba a cómo se iba a modificar esa relación con el paso del tiempo y el avance de la tecnología, la ciencia y la forma de comunicarnos. Pareciera ser que un mundo cada vez más pixelado en el que las emociones se condensan en emojis y las ausencias se diluyen en la inmediatez de una notificación, la muerte ya no es lo que era hasta hace poco tiempo. Nuestros muertos viven en los retratos, en los viejos álbumes familiares, en algunos casetes y videos de archivo y con ellos podemos levantar pequeños altares caseros para recordarlos como en esos hermosos y coloridos altares del Día de Muertos en México. Todo aquello hace parte ahora de la forma en la que el duelo, tan íntimo y lento ha sido también intervenido por la tecnología. Hace poco fui al perfil en Facebook de un amigo que murió hace unos años y me apareció alguna notificación reciente y vi que su perfil se llama “En memoria de…”. La posibilidad de imaginar toda aquella información que guarda la nube de aquel amigo muerto me hizo pensar en el sentido de la trascendencia y de cómo será la relación de las futuras generaciones con las pérdida y la memoria. ¿Qué pasará con la muerte en un mundo donde todo puede ser reproducido? ¿Puede la inteligencia artificial convertirse en una nueva tabla Ouija que traiga de regreso por un instante a nuestros muertos? ¿Serán los códigos y los algoritmos los responsables de los fantasmas del futuro? Las respuestas que más me inquietan son las que apuntan a que uno de los grandes misterios de la humanidad, unas de las grandes preguntas del destino humano como lo es la eternidad quede al final atrapado en un software.
Otra vez la distopia y los pronósticos del cine de ciencia ficción se anticiparon y ahora pareciera estar a la vuelta de la esquina la opción de que agreguemos unas cuantas fotos, un archivo de voz, algunas imágenes de video a una inteligencia artificial y en segundos nos traiga de regreso un holograma de nuestros muertos para que puedan seguir conversando con nosotros. Esto ya lo anticipa el cine y la literatura y ya vemos algunos videos recreados por IA de personajes que murieron hace siglos, pero la posibilidad de que el holograma que me traiga a mis abuelas, a mis antepasados y mis amigos y pueda conversar con ellos una tarde de domingo y que eso modifique para siempre mi duelo y mi capacidad de llevarlos en la memoria del corazón la verdad me asusta.
En 2020 se transmitió por la televisión surcoreana el documental Meeting you que narra el caso de Jang Ji-sung, una madre surcoreana que se reencontró virtualmente con su hija de siete años y que había fallecido por una enfermedad en la sangre. Su emisión generó un amplio debate que fue abordado por millones de televidentes e internautas sobre los límites entre la tecnología y el duelo. Allí, madre e hija se reencuentran y la pequeña Na-yeon le dice a su madre: “Mamá, ¿dónde has estado? ¿Pensaste en mí?”. Al final, la niña le ofrece un ramo de flores, se acuesta y le dice, antes de dormirse, que la amará por siempre y luego se transforma en una blanca mariposa. La escena del encuentro, cargada de emoción, conmovió a millones de espectadores, pero también planteó cuestionamientos éticos sobre la explotación del dolor y los riesgos psicológicos de este tipo de experiencias.
La posibilidad de eternizar a alguien digitalmente abre todos esos dilemas éticos, morales, filosóficos, religiosos y hasta jurídicos. ¿A quién pertenecen los recuerdos? ¿Quién decide qué versiones de un ser querido son dignas de permanecer? ¿Será posible ‘editar’ a los muertos para adaptarlos a nuestras emociones, borrando sus sombras, amplificando sus virtudes? En la era del algoritmo, incluso la memoria puede ser objeto de una veloz curaduría.
El duelo en tiempos de Instagram ha sido trastocado y ha cambiado los rituales de la pérdida. Hoy es común ver homenajes virtuales, perfiles memoriales como los que mencioné algunas líneas atrás e hilos de Twitter donde se comparten anécdotas del difunto o publicaciones póstumas que invitan a comentar con corazones o caritas tristes como una nueva estética de la muerte como un performance donde se llora con filtros y se recuerda con hashtags. El algoritmo de la nueva forma de comprender la eternidad ya experimenta asistentes virtuales basados en datos de usuarios fallecidos como si un epitafio se pudiera convertir en un chatbot.
¿Queremos realmente hablar con nuestros muertos? ¿O más bien necesitamos cerrar los ciclos, aceptar la ausencia, dejar que el olvido cumpla su función restauradora? La memoria es natural y por eso mismo la perdemos en algún momento de la vida y la fijación artificial de los recuerdos podría convertirse en una trampa ante la ilusión falsa de la permanencia. Entonces la distopia a la que nos enfrentamos es que las futuras generaciones crecerán rodeadas de avatares de los muertos, voces artificiales y hologramas como los de los salones de los Jedi en Star Wars y tengan que discernir entre si es mejor la memoria afectiva del corazón o la memoria artificial. ¿Cuál será el lugar entonces del silencio y el vacío?
La poesía trae de regreso las voces de nuestros muertos y vuelve a nuestro presente las palabras con las que se nombraron las emociones en el pasado. Esa es su magia y su salvación. Siento que es mejor recordar a los muertos con las emociones del presente y no replicarlos en una suerte de juego de roles virtuales. Así el corazón seguirá recordando lo que no puede ver y la ausencia continuará siendo un lugar sagrado para todos. La memoria del futuro seguirá siendo la poesía y el mito, así sea trágico, porque como dijo la gran escritora norteamericana Ursula K. Le Guin, “si la ciencia ficción es la mitología de la tecnología, entonces su mito es trágico”.
