
El inglés fue declarado la lengua oficial del Estados Unidos. Ha habido tantos cambios radicales en los últimos dos meses, que esta noticia pasó desapercibida, casi como un secreto, o como algo irrelevante. ¿Qué importa ―se preguntarán muchos― si ya todos hablan inglés allá? ¿Qué importa si al fin y al cabo el inglés es el idioma mundial?
Importa y mucho. La diversidad cultural pasa por el lenguaje, y buena parte de la riqueza de una lengua viene de su interacción con otras. Los estadounidenses, la mayoría de los cuales no conoce otro idioma, estarán ahora condenados al peligro de atenerse a una sola forma de ver el mundo, y peor, una sola forma de narrarlo.
Esto afecta no solo a los inmigrantes, sino a toda la población, que va a tener menos contacto con todo lo foráneo, incluida la música, que puede ser la forma más eficaz de aprender otro idioma y de sumergirse en una forma diversa de concebir el mundo. Los diferentes ritmos y las diversas letras no solo nos hablan de una cultura, sino de su historia y de su realidad.
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que no existía la palabra globalización y no era por un decreto sino por una imposibilidad física que las culturas interactuaban poco entre sí. El mundo, y Estados Unidos como parte de él, estaba sediento de conocer cosas nuevas, pero no era fácil. No había redes sociales, no existía la inmediatez de la información, y los discos se vendían en acetatos y se demoraban mucho para llegar a cualquier parte. Hasta los años setenta, casi los únicos que habían penetrado el codiciado mercado estadounidense de la música eran los grupos de rock ingleses.
Pero un hombre cambió todo eso. Uno solo. Un músico mediocre (todo hay que decirlo), un cantante flojo, que tenía letras edulcoradas y que aparecía siempre con un bronceado mediterráneo y una sonrisa de actor de cine. El hombre se llama Julio Iglesias, y a él le debemos, en buena parte, que Estados Unidos haya conocido la música cantada en español.
El escritor Ignacio Peyró acaba de publicar El español que enamoró al mundo, una biografía de Julio Iglesias en la que nos recuerda la importancia monumental de este hombre que, sin hablar ni una palabra de inglés, fue el ariete que rompió la muralla y les allanó el camino a tantos que vinieron después (incluido su hijo Enrique y, por qué no, nuestra amada Shakira).
Apenas comenzaba la década de los ochenta cuando Julio Iglesias ya se había tomado los escenarios más tradicionales de la cultura estadounidense, esos escenarios donde no entraría jamás un extranjero y mucho menos un gallego que hablaba un inglés incomprensible y que cantaba baladas en espanglish con arreglos que parecían navideños. Julio Iglesias, según Peyró, entró en la mismísima Casa Blanca, donde se volvió amigo de los Reagan y de los Clinton, y cantó con Dolly Parton, la leyenda de la música country, y con Frank Sinatra, el más famoso artista estadounidense del siglo XX. Julio se volvió tan famoso en Estados Unidos que apareció en un capítulo de Los Simpson, lo que terminó de consagrarlo como un ícono pop y le dio un estatus de leyenda.
Puede que no nos guste su música. Puede que incluso nos dé fastidio esa dentadura que parece postiza, el pelo que ondea en el viento, las gafas oscuras que reflejan el sol del verano o esos trajecitos de lino blancos con los que le gusta vestirse. Puede que Julio Iglesias sea sinónimo de “música de mamás” o de “símbolo sexual de la menopausia” (como lo llamó la revista Time), pero no podemos dejar de admirar su monumental carrera. Julio Iglesias puso a millones de gringos a cantar en un idioma que no era el suyo, les dio la posibilidad de enamorarse de otra lengua que apenas si podían vislumbrar, los hizo saber que más allá de sus fronteras hay otras historias, otras realidades, otros sonidos, y que, al final, también hay otras voces, tal vez unas que se demoren muchos años para volverse a escuchar.
