Federico Díaz Granados
17 Febrero 2025 03:02 am

Federico Díaz Granados

Rebobinar la memoria

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Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en el que nuestra educación sentimental se rebobinaba en centenares de casetes piratas en los que escuchábamos algunas de nuestras canciones favoritas y veíamos muchas de las películas que forjaron muchas formas de contemplar el mundo. Eran los años en los que la cultura y la información no se descargaba con un clic de alguna plataforma, sino que llegaban a nuestras manos envueltas en carátulas borrosas, multicopiadas en máquinas Xerox cuyo contenido se desgastaba de tanto rebobinar. Quizás así se moldearon las emociones de varias generaciones que aun contienen en sus memorias colectivas las versiones de aquellas canciones con la escarcha de fondo del tornamesa que alojó por primera vez algún elepé original importado y con las normales interferencias de las grabadoras de la época. 

Y no hago acá un elogio de lo artesanal de esos recursos frente a la maravilla que significa cargar la más completa fonoteca o videoteca personal en un teléfono celular con las plataformas del presente como Spotify, Netflix y Prime, entre otros. Para muchos fue la primera puerta de acceso a un amplio universo de canciones y películas que de ninguna manera llegaban por los pocos canales oficiales que existían. Eran unos tiempos cuando uno conseguía en las cercanías de muchas universidades públicas, y algunas privadas, al vendedor de casetes de sesenta y noventa minutos, Sony o TDK, o betamax y posteriormente de VHS con muchas de las películas a las que solo se podía acceder a través de esas logias del afecto llamadas cineclubes y de la música a la que era imposible acudir en las casas disqueras. 

Era toda una experiencia y aventura y de vez en cuando regresan a mí algunos de estos casetes cargados de la nostalgia de aquellos años. Creo que los pocos que conservo los guardo por los mismos motivos que muchos guardan cartas de amor, servilletas anotadas y tiquetes de conciertos: como un museo de la nostalgia, tal cual lo llama el escritor Orham Pamuk. Los guardo como talismanes de un tiempo en el que fui feliz y en los que el asombro llegó muchas veces a través de esos objetos que hoy parecen criaturas fantásticas. Y lo eran porque almacenaban en sus cintas toda la belleza del mundo y por eso era un ritual desenredar la cinta con un lápiz o bolígrafo cuando, de tanto adelantar y devolver, se salían de su casquete hacia un destino irreversible. Allí escuchamos a los grandes de la música y vimos las mejores películas sin las reglas, disponibilidades y tarifas de las video tiendas de barrio o de cadena. Estos mercados callejeros eran de alguna forma una infinita fuente de títulos que iban desde los grandes éxitos de la Fania All Star hasta Bob Marley o Bob Dylan o desde el reciente estreno comercial hasta lo mejor del cine polaco o soviético del momento. 

Así, muchos amigos de mi generación y yo aprendimos a amar al cine y la música a través de esas copias imperfectas que no necesitaron de una alta fidelidad para que entendiéramos a la perfección sobre amores imposibles y aventuras infinitas porque fueron objetos que nos dieron una forma de pertenencia y de iniciación. Un verdadero acto de amor era grabar un casete, muchas veces directamente de las emisoras de radio, con las canciones que serían la banda sonora de determinada relación. Prestar una película pirata era una forma de compartir el descubrimiento de una emoción particular. También era nuestra manera de determinar que lo que nos llegaba por los bordes también podría resultar un pequeño acto de rebeldía frente a lo establecido. 

Hoy tengo en mi Spotify cantidades de listas de reproducción que solo intentan imitar el mismo orden en el que aprendí a escucharlas en los casetes piratas. Por ejemplo, armé mi propia lista de Sui Generis a imagen y semejanza de aquel casete de portada blanca que compré a la entrada del túnel de la Universidad Javeriana que de traía, al reverso, el orden de las canciones anotadas de puño y letra del vendedor, con letra imprenta y que comenzaba con Confesiones de invierno en el lado A y terminaba con Mariel y el capitán en el lado B. Desde entonces, Rasguña las piedras y Canción para mi muerte hacen parte de la banda sonora de mi vida, de la que siempre suena en cualquier edad y en cualquier estado de ánimo porque me debo a aquellos casetes en los que la sensibilidad encontraba sentido y un lugar seguro para resguardarnos del estiércol del mundo. En las escalinatas de la Universidad Pedagógica había un vendedor que había logrado incluir en un casete los discos Días y flores y Al final de este viaje, de Silvio Rodríguez, el cual escuché, así juntos, durante muchos años, razón por la cual todavía siguen siendo para mí un mismo asunto, una misma búsqueda de mi verdad y de mi origen y que, por eso, en mi Spotify seguirán como hermanos siameses como en aquellos días de la utopía, la zafra y la revolución, porque gracias a esos casetes piratas estuve en Angola a bordo del Playa Girón y repetí innumerables veces: “He estado al alcance de todos los bolsillos / Porque no cuesta nada mirarse para adentro / He estado al alcance de todas las manos /Que han querido tocar mi mano amigamente” mientras dedicaba por teléfono Óleo de una mujer con sombrero

No vengo a hablar de la nostalgia de un tiempo pasado mejor, sino de la certeza insobornable de que en cada casete pirata había algo más que una tentativa de descubrimiento o asombro: había un acto de amor y de identidad y un deseo de gritar al mundo lo que queríamos ver o escuchar. ¿Acaso la vida no se construye del ensayo y del error y de rebobinar tantas veces como sea necesario las escenas hermosas y también las equivocadas de la vida? Al menos lo que tengo claro es que sigo buscando en aquellos casetes piratas la cinta enredada de mi propia memoria para identificar mis fracasos y derrotas y volverla a poner correctamente en el casquete y restituir, así sea por un instante, esa memoria del corazón que, con sus amores y desamores, prevalece y permanece.

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